Alberto Escobar

¡Quieto todo el mundo!

 

Camino de Ronda.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Siete de la mañana, excursión, sexto de primaria.
Todos como borregos de un autobús atestado, canciones, chiquillería
candente, alegría de un ahorro de materia, solaz y salacidades apuntadas.
Siete y media, las ruedas enfilan la carretera a las ruinas,
una ciudad avisada del esplendor de antaño, de piedras, mosaicos rica,
Itálica su nombre y su seña, meriendas en ventas aledañas, profesores
pastoreando la manada dispersa, orden y concierto, respeto al pasado.
Doce de la mañana de hace cuarenta años, hartos de latinismos, historia
y etimologías regresamos al descanso pernero del asiento, autobús
de dos colores esperando en la paciencia y el refresco de una sombra,
plátanos y tilos dando conversación y contando las bondades del pretérito.
Doce y media, pies en tierra, la alegría del asueto dibujando el rostro,
padres esperando de vuelta del trabajo, carteras y cartapacios separados
del rigor de la espalda y depositados en las manos olvidadas del hacedor.
Una de la tarde, 1981, veintitrés de febrero, la circunstancia pintaba bastos,
el destino a un adarme de darse la vuelta y mirar hacia el recuerdo fresco
y sórdido de los muertos, la guerra, el bozal y la mordaza prendidos de las fauces.
Dos y media de la tarde, la televisión disparaba y vestía tricornio y noticias.
El rey habla, desbarata la borrasca y el sol —que escondido— sale a salvo.
Todo vuelve a su sí, no hay vuelta atrás...