Conchita Mora

En el Monte Calvario

 

 

Una noche tuve un sueño tan triste,

que me conmovió,

soñé que tocaban a mi puerta y corrí a abrir

y era una niña que me dijo así:

 

¡Anda, corre, que van a crucificar al Rey de los Judíos,

el que se dice ser el Hijo de Dios!

y yo, con mórbido placer y fuera de mí, corrí…

corrí con el único propósito de verlo sufrir,

 

pero al ver su rostro triste y lleno de aflicción

y por sus santas sienes cayendo,

como hilos de rojo carmesí,

la santa sangre de nuestro redentor,

caí a sus pies arrepentida y sumida en el dolor,

de un dolor sin límites y sin comparación.

 

Y en el Monte Calvario,

testigo silencioso de afrenta y de dolor,

oré por las almas, ¡que obtengan perdón!

oré por los justos y por los que no son,

por el anciano, por el niño, por el asesino… por el ladrón,

porque todos somos criaturas de Dios.

 

Vi cuando lo crucificaban,

clavaban sus manos y sus pies y abrían su costado,

y en medio de su tormento decía: “Tengo sed”

y en vez de darle agua le dieron a tomar vinagre y hiel.

 

Allí, mirando tristemente a la turba enfurecida,

clamaba a su Padre:  “No saben lo que hacen, perdónalos Señor”

mientras al pie de la cruz los viles soldados

echaban a la suerte sus ropas sin compasión.

 

En ese mismo instante el cielo se oscureció,

la tierra se tiñó de un rojo carmesí,

de la inocente sangre que se acababa de esparcir.

 

El cielo y la tierra se estremecieron

y en un gran estruendo quisieron gritar:

“Ha muerto el Mesías, el Hijo de Dios”.

 

Tan solo  allí volví de mi sueño y ya no era yo,

ya en mi corazón había obrado Jesucristo

¡Nuestro Señor!