Ana Vega Burgos

SEMANA SANTA EN CÓRDOBA CENTRAL

     

El viento de este viernes me corre por los huesos.

Me subo la capucha del impermeable oscuro

y espero, junto al Arco, que pase el Santo Entierro.

 

Es el último año que salgo a ver al Cristo,

                                                                          me digo;

pero miento.

Porque solo en el Viernes Santo vuelvo a encontrarme,

me alcanzan por las calles los recuerdos.

 

Teníamos dieciséis, hace ya tanto…

Aquellas tibias noches de azul adolescencia…

 

Semana Santa en Córdoba, tú y yo perdidos

desbrozando, premiosos, cada esquina

de angostas callejuelas.

La cera derretida

se confundía con el sabor a besos.

 

Procesiones por dentro de las venas

que se abrían un instante como cirios ardiendo.

Naranjas de diciembre, ayer azahares

que caían al suelo al desnudarme

de madrugada, en casa,

con un rubor de primaveras nuevas.

 

 

No bebíamos alcohol, bastaba el agua

y un cigarrillo a medias para sentir la magia.

Yo hablaba demasiado, tú… no sé si escuchabas.

Yo hablaba y tú callabas, y en tus ojos espesos

titilaba una estrella enamorada.

 

Dieciséis años y el amor mordía

como nos muerde siempre lo que no conocemos.

(Hoy tan solo me muerde ya la huella

que los años vaciaron en mis huesos).

 

Madrugadas de hambre mezclados con transeúntes

en la estación Central

donde creíamos pasar inadvertidos

(Dieciséis años, ay, cuánta inocencia).

Trepábamos a algún tranvía de los azules

que dormitaban en las vías no muertas

y allí nos devorábamos y moríamos a besos,

solo a besos,

porque era 1983

y eran los besos la manzana de Eva,

y en nuestro amor secreto fuimos Romeo y Julieta,

y dieciséis entonces solo eran dieciséis.

 

Fue el Viernes Santo, cuando

de pronto el tren azul se puso en marcha.

Nuestros ojos, clavados

como un reloj herido

                                    de bala

                                                  en la hora exacta.

Pasaban nuestras calles diciéndonos adiós.

Golpeaban -otra vez- nuestros dieciséis años

y en casa me esperaba otro castigo.

(A ti no, tú eras hombre, tú no corrías peligro…)

 

Nos cogimos las manos para ocultar el miedo

y se detuvo el tren, y regresó,

y al pasar por el barrio, de vuelta, presentimos

la primera derrota.

 

Amargaban tu lengua y mi cintura

y tus últimos besos supieron a esa lluvia

que enlentece las tardes de verano en la playa.

 

Nos separaron un sábado de Gloria.

 

(Lo más triste es que ahora lo comprendo,

ahora que soy más vieja y menos sabia.

Quizá olvidé tu nombre, pero cómo te amo

cuando un sabor a lágrimas me trae regusto a mar).

 

Domingo de Resurrección, tú y yo estrenamos

-con dieciséis-

la inmensa soledad.