Fátima Aranda

Sonata blanca

Envuelto en el olor a porcelana tiznada de la olla ajada de la castañera,

que ya no permite atisbar el color original de tanto

dejarse acariciar por los dedos de unas brasas incandescentes,

así nos sorprendes, acercándonos al humo que desprende

en busca de un halo inútil de calor para sentir propias unas manos gélidas,

enrojecidas por la bisca tímida que, sin dejarse apenas apreciar,

nos cala hasta los huesos. Incitas a inhalar el aire recio

como quien le aspira una calada al cigarro de la vida

para llenarse los pulmones de tiempo

y nota como a su paso va entumeciendo 

el camino que lleva hacia adentro. 

Dejas que la llovizna vaya cayendo sutil en el pelo,

que se va humedeciendo al unísono con el pavimento arrecido

de una calle repleta de gente que vuelve. 

Se palpa como vas llegando a capas, 

a láminas llegas como la marea. 

Nadie te advierte, nadie repara en que estás abriendo

entre la muchedumbre de las horas

el hueco para asentarte y tomar posesión del cargo vitalicio

que te otorga ese monarca absolutista que computa en meses. 

Nadie nota que te acercas, trazas tu perfecta emboscada callada

volviendo a sorprender al despistado otoño con el despliegue afinado

de las notas blancas de una sonata muda que tiñe de alba

los restos descascarillados y amarillentos 

de las hojas que quedaron rezagadas en el verdor pardusco 

de la hierba abrasada por el relente. 

Llegas preciso, puntual, exacto y pasas, 

y a tu paso todo comienza de nuevo.

 

Luz De Gas