Fátima Aranda

Tarde

Esta mañana lo vi. Mientras caminaba

pensativa, sin rumbo, lo vi. En el suelo.

En ese suelo gris y mojado con olor

a cemento y a ciudad desconocida.

Lo vi frío, silente, durmiente.

Los ojos cerrados, rígidos los miembros.

No se movía. Le llovía encima,

no por algo personal,

sólo porque tenía que hacerlo.

La lluvia es así, suele aparecer

cuando huele la tristeza y el lamento

redundante de la melancolía.

La lluvia lo mojaba. No entendía quien 

lo buscaba, quien esperaba su vuelta

a la misma hora de siempre en el lugar

acostumbrado. La lluvia no entendía

si calaba ese cuerpo que yacía en la acera

mientras alguien aguardaba debajo

de alguna cornisa arrinconada, oculta

en cualquier esquina de cualquier

edificio desangelado y anónimo

de cualquier ciudad sin nombre.

La lluvia no entiende, sólo cumple

con el cometido encomendado,

sólo moja sin reparar el daño

que arrastra a su paso, sólo enfría

el aire seco y polvoriento de una fugaz

mañana de otoño dura y plomiza. 

Esta mañana lo vi, en el suelo lo vi,

esta vez las alas se le volvieron mortaja

y no pudo remontar el vuelo. Cayó.

No pudo unirse al viento en el flujo

incesante de su corriente y cayó.

Acordándose de lo que dejaba,

recordando el tiempo perdido,

cayó piando a gritos despertar, 

jurando aprender de sus errores

y empezar de nuevo. 

 

Luz De Gas