Alberto Escobar

En busca del tiempo perdido

 

¡No quiero ni mirar lo que
has escrito!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Iba cayendo lentamente la tarde de un cualquier día de agosto
de un cualquier año en que los calendarios se detallaban todavía
en números romanos —figúrense cuánto tiempo—.
Mi abuela Jacinta empezó a soltar aromas por la ventana del patio
que aludían a guisoteo y dulces de postre para regocijo y lastre de
mis tempranas tripas, ya desde algún tiempo impacientes.
Descansaba sobre una antigua mecedora al disfrute de una brisa que
ya empezaban a colarse por el ojopatio, y que edénico me retenía
pegado a sus telas, todo esfuerzo por abandonar la poltrona sería
siempre vano. El patio, por tener, tenía su arrayán y su chorrito de agua
rumoreante hasta hacer evocar el estereotipo alhambreño.
Al conjuro de la naciente oscuridad y de lo ocioso de la vacación los
miembros de mi extensa familia empezaron a tomar posiciones;
tocaba ya dar buena cuenta de las viandas, que seguro gustarían como
olían.
Cuando la mesa, bien amplia de largura y sillas, se dispuso sobre el patio
me levanté de mi trono bamboleante para —antes de deglutir, como nos
habían enseñado y ahora es de rigor— meter mis manos sobre el único
chorro que la casa ofrecía como lavabo, y hacer las abluciones de guardar
—cara y brazos incluídos—; la comida ya esperaba cuando cerré el grifo.
Después de atendido el estómago proseguíamos la reunión ya salpicada
de conversación y guitarra, o levantábamos el campo y estirábamos las
piernas y el alma correteando —los niños y los no tan niños— por el paseo
del pueblo, que, para mayor intríngulis, dejo en el economato su nombre
—perdón, en el anonimato, quiero decir—.