Lydia Gil

La maté porque era mía.

 

 

La maté porque era mía,

nadie como yo la amaba.

Pobrecita, mi María...

Ya solo silencio guardaba.

 

Ella, que con su sonrisa morena

a todo el barrio encandilaba;

ya no sonreiría más

con su mirada cabizbaja.

La muerte...Acechaba.

 

Pobrecita, mi María,

que ante mi llegada

no respiraba.

Se acabó ya su suerte,

ese fue el día...

La maté porque la amaba.

 

Fueron muchos años de martirios.

Cada día de nuevo,

la engañaba.

Su pobre alma creía,

que yo, su asesino

la amaba.

 

A Dios pongo por testigo:

De verdad, yo quería amarla.

Solo por su bien, le pegaba.

Que no hubiera habladurías,

ella era una mujer de su casa.

 

Aquél día no hubo lamentos,

María, en su cama soñaba.

La ahogó con la almohada.

En el bar se lo dijeron:

Le había denunciado,

ella, ¡La mujer que más amaba!

 

Sonaron las sirenas,

La madrugada callaba.

Vi al vecino asomado a la ventana,

Con la misma mano que antes,

a María ahogaba...

Como si nada, ahora lo saludaba.

Lo vi negar triste y bajar la mirada.

¿Qué era lo que pasaba?

Ni si quiera me devolvió el saludo,

Solo se metió para su casa,

Y, de fondo se escuchaba,

cómo le decía a su propia muchacha:

\"Niña, métete para dentro,

eso son cosas de casa.\"

 

Las sirenas enmudecieron.

María ya descansaba.

 

A mí me detuvieron.

\"Yo no hice nada.\"

Sepa usted, señor agente,

que solo fue una bofetada...

Y el cuerpo de María,

frío e inerte, gritaba:

Es mentira, señor agente.

Míreme aquí, toda magullada.

No crea en sus mentiras,

Que mira,

mira lo que hacen sus palabras...

Aquí me lleváis ya sin vida,

en la camilla de una ambulancia.

 

Lydia Gil