Miguel Ángel Cisneros

Inmóvil

Cuando se despliegan los

disparos de oriente,

la hierba llora.

 

Los pies de noctámbulos extraviados

le ofrecen un pañuelo que,

así como pudiera aliviarla,

también le podría arrancar

sus cabezas de un solo tajo.

 

Pero la hierba no llora de tristeza,

tampoco de alegría.

Llora porque solo puede hacer eso

y permanecer estupefacta

ante el radiante espectáculo matutino,

acompañado por un chirriar

de puertas y el desfile

de rascacielos hiperactivos.

 

Cuando el intenso espectáculo

termina, ya ha dejado de llorar

hace mucho, es más,

se siente agotada

por tanto trajín.

 

Entonces cierra los ojos

y se va quedando dormida

de a poco, arrullada por

un nuevo chirriar de casas

que descansan junto con ella.