h.r. ales

LAS CARTAS DE VANESSA

 

 

LAS CARTAS DE VANESSA 

 

 

EL POETA COBARDE

 

Cuando conocí a Vanessa no sabía que a ella se le daba bien escribir; y tampoco lo sospeché cuando leí su primera carta, los ojos que no ven mis hazañas, pues ésta no tenía remitente —sí que le gustaban los misterios—. Pero poco tiempo después, en una noche de mayo, ella misma me lo confesó; y el recuerdo quedó inmortalizado cuando, en medio de un beso, me dijo: «Quiero que seas el primero».

    Aquella fue la primera de muchas noches. Pero no me di cuenta de la caricia y el daño que le estaba causando. 

Lo inestable te causa dolor,

y el dolor te recuerda cómo no quieres vivir.

Y nunca pensé

que Vanessa pronto se cansaría.

   Cuando leí su segunda carta, Dueles, recordé que ella, por más de un año, seguía alimentando algo que yo no dejaba crecer. Aún me buscaba sin importar el dolor que una vez le advertí; y cuando ella quería alejarse de verdad, era yo el que la buscaba sin medir las mentiras que sembraba en su corazón. Pero un año después de recibir la segunda carta, a finales de agosto en una mañana lluviosa, Vanessa llegó a mi apartamento.

    —¿Podemos hablar? —me preguntó exprimiendo un fragmento de su blusa empapada. Nunca pensé que sería la última vez. Hubiera hecho algo diferente, hubiera impedido sus lágrimas y lo último que me dijo—: Lo sabías, sabías que esto nunca iba a funcionar y aun así seguías —su voz temblaba en medio de un llanto que desgarraba mis latidos—. Pudiste detenerme y no lo hiciste... Dime ¿así querías verme?

    Yo me sentí el objeto más vil y putrefacto de un basurero. Aquella noche, bajo la primera luna de su ausencia, escribí, con una pluma para poetas cobardes, un poema con palabras vanas, pues nada justifica herir a una mujer que no hacía otra cosa que amarte:

«Lo acepto,

estuve cerca, más de una vez,

en decirte que quererme

era correr con el pecho desnudo

ante una lluvia de flechas ardiendo.

Pero nunca fui capaz

de quitar tu dedo índice de mi boca

y de desenredar el nudo en mi garganta.

 

Siempre desvié la mirada

y le di libertad a los besos

que no saben tocar la puerta para avisar.

 

Todo lo quería esconder bajo la cama,

pero llega un momento

donde un puñado de clavos minúsculos

sobresalen del colchón

para perforar la espalda,

para interrumpir la tranquilidad.

Sé que sería en vano pedirte que me perdones ahora

por encender una esperanza

que siempre fue de papel;

por despertar en el sexo

un cuerpo de la muerte

para que volviera a sentir la última herida,

y por no haberte mostrado

el pronóstico de este cielo oscuro

que ya golpea nuestros ojos...».

 

    Nuca terminé el poema, las ganas de verla interrumpía mis actividades, y ya había pasado casi una semana desde aquella mañana en la que Vanessa lloró. Decidí llegar a su apartamento sin previo aviso, y recibí una sorpresa que sacudió y desordenó todo lo que había en mi pecho: su habitación estaba vacía; sólo se encontraba la cama donde hicimos el amor por primera vez, y sobre ella, la tercera y última carta de Vanessa: No estoy huyendo.

 

h.r. ales

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