Ravniko Juur Holstain

°Silencio a Gritos°

Los adoloridos cantos de al día morir aturdian con silencio la noche.

Era esa hora única, cuando el mundo se relaja y suspira mientras la vida duerme. Que se disfraza de polvo y hojas, y se sacude, tomada de las manos invisibles de la brisa y los llantos que recorren el mundo de orilla a orilla, buscando oídos donde acunar.

Esa hora cuando un fin o un comienzo se desatan de las penumbras de la mente, cuando la oscuridad oculta no solo los temores y los deseos de moribundos, sino también la hermosura de una mirada entre sábanas de una pareja enamorada o el sueño de aquel hombre suertudo que gobierna su propio imperio.

La hora perfecta.

En silencio.

A esa hora, bajo las ruinas de un puente, un hombre su hijo y un caballo pasaban la noche.

Noche tranquila. Fresca y con poco viento. Las dos lunas recorrían los cielos, ambas recordando viejas anécdotas al pasar una al lado de la otra. Una blanca y luminosa como la nieve en las copas de las montañas, endurecida por el terrible poder de los dioses del norte. La otra con tono pálido, moribundo, como infectada por los conjuros del tiempo. Las estrellas parecían brillar más de lo normal, su esporadico tintineo como el de infinitas velas, sacudido por una brisa colándose por una ventana abierta en el abismo.

La porosa roca de lo que una vez fueron las profundidades de un río estoica, paredes gigantes como divisiones dentro de un laberinto de piedra. Encrucijadas y curvas en la roca que fuesen formadas por la corriente miles de años atrás llenaban las profundidades del extinto rio, como andares y senderos marcados por la constante fuerza del agua.

El humo de la fogata escalaba los cielos, intentando acariciar las nubes pero el celoso viento no se lo permitía, soplando y desvaneciendo aquel humo que poco a poco perdía fuerza.

Un silencio profundo. Tranquilo. Aferrado a la noche como perfume de amor.

El caballo descansaba su pardo lomo, la caminata a través de las colinas había sido agotadora. Un macho de edad media, de la raza simple de los imauri, fiel compañero y amigo del hombre que dormía inquieto junto a la fogata. Las mantas y pequeños cofres repletos de una infinidad de cosas, unas necesarias para viajar y otras recolectadas a través de los viajes yacían a un lado del fuego.

El rojo incandescente de las brasas se reflejaba en sus grandes ojos equinos, como espejos color marrón, atentos a los alrededores.

Que suerte tengo, pensaría el caballo si fuese capaz de razonamiento, cada noche me liberan de mi carga para poder descansar. Cierto que es sólo para volver a levantarla al día siguiente, pero aún así comprendo que  sólo ayudó a llevar la carga más fácil.

Cada hombre teje su propio costal de rocas. Dios nos proveyó una espalda amplia y fuerte no solo para cargar el ataúd de nuestros padres algún día. También fuimos diseñados para soportar cada roca que levantemos en el camino. Las manos no nos bastan así que agarramos un costal tejido a mano a nuestra espalda y lo llenamos con nuestra esencia. Paso a paso nos aferramos a la tierra con garras de fiera salvaje, intentando no hundirnos en el lodoso sendero de la vida. Todos la llevamos. Una carga invisible para cualquiera pero no para el dueño de la espalda donde viaja.

Es fácil reconocer qué tipo de carga cada quien porta; sólo basta con estudiar a alguien mientras este o ésta no estén atentos, una mirada cansada, un tono de voz tembloroso y un interés distante en todos los aspectos son señales suficientes para descifrar que tipo de carga yace sobre su espalda.

Un hombre puede cargar un mundo entero sobre su espalda, o puede caminar con el mundo bajo sus pies, ambos pueden cruzar el sendero del otro, más nunca lograrán entenderse el uno al otro.

Cubierta con mantas color azul zafiro, y hermosamente tejidas en el estilo mersha, había una vasija de madera perfectamente sellada con cera ceremonial. No más grande que ambas palmas, pesada, adornada con hilo dorado e inscrita en lengua antigua.

Para unos sólo eso.

Para otros el mundo y nada.

El hombre dormía junto a la fogata, inquieto y desesperado en su sueño. Con su espalda agotada.  La luz se reflejaba sobre sus canas, pintandolas color oro, justo en ambas sienes. Aunque la juventud había quedado detrás ya más de una década, llevaba marcas de lo exhausto que se sentía, líneas de expresión bien marcadas y manos y pies bastante trabajados.

La leña comenzó a chasquear, un leve pero agudo lamento nocturno.

El último leño crujió de tal manera que despertó al hombre. Crack, grito la leña. Traduciendo el canto del fuego y la noche.

Rápidamente se puso de pie, sacudiendo su cuerpo y tosiendo descontroladamente. La pesadilla había sido más real que de costumbre. Una de ellas.

Dios, dijo el hombre. Más una acusación que una plegaria. La sensación de cenizas fuerte en su paladar.

Tardó un instante en recordar dónde estaba, tantas noches igual a esa que la mente aprovecha y juega con uno. Escupió el sabor metálico de la sangre al notar que había mordido su lengua al dormir.

Cada noche era igual. Bueno, no todas. Pero si la mayoría. Las llamas devorando todo a su alrededor, madera crujiendo, en tan sólo instantes, todo lo que formaba parte de su vida ardía. Afuera, savia hirviendo al las llamas consumir el bosque, el humo cruelmente cubriendo el sol, dándole un tono de media tarde a aquella mañana.

Todo en silencio.

Sólo el fuego gritaba.

Ancestros nunca olviden a este pobre siervo, dijo el hombre, caminando alrededor de la fogata, estudiando las sombras que como lobos salvajes esperaban al margen de la luz de las llamas. Nada merodeaba cerca, lo sabía. A pesar de la danza de sombras al ritmo del vals entre las flamas y el viento.

Su mano envolvió el amuleto, la piedra obsidiana llenando la palma de su mano, y la llevó a sus labios. Porque, pensó el hombre en voz alta, porque no deja de sentirse como si Dios me diera la espalda.

La inmensidad de la llanura lo acorralaba en contra la pared de incertidumbre, recordando que se encontraban solos en medio de la nada y a la merced de la mano del destino.

Mercenarios y bandidos eran más que comunes a las orillas de naciones, donde ambas leyes y Reyes no tienen ningún peso. Aún así, a pesar de los largos viajes, siempre a la deriva del camino, jamás habían sido víctimas de más que un solo robo.

Solos.

Sólo el uno para el otro. Nada en el mundo que fuese más importante que su hijo. Un simple padre dispuesto a darlo todo. Aunque sólo la vida le pague con silencio.

Cómo te sientes hijo?

Silencio.

Recorrió el lugar hasta donde la luz pintaba el suelo, atento a las sombras más allá y las cercanas también, ya que peor es el mal que sobre luz camina y sombra descuida.

Descansa, dijo el hombre llamado Elh’va, regresando a su lugar del otro lado de las moribundas brasas, mañana nos espera un largo día.

Habían acampado al pie de uno de los pilares que sostenían el antiguo puente sobre lo que un día fue el río Haldrin, ahora sólo un cementerio de rocas que fueron pulidas por el tiempo y la ausente corriente.

Bajo el manto de la noche, el Castillo de Virmanze, cuna del emperador Herve Gautier, se ocultaba, las antiguas torres y pilares aguardan, sus oscuros pasadizos y escaleras ansiosas por escuchar pasos una vez más.

Volvió a cubrir sus piernas con las mantas y recargo su cabeza sobre el morral de tela. Intentó recobrar el sueño. Más no la pesadilla.

Pero sólo los gritos volvían.

Una y otra vez.