Brom Beto

EL ESPEJO

 

 

 

De pronto notó que se había derrumbado su rostro atractivo que llegó a doler físicamente como un tumor. Todavía recordaba ese privilegio que llegó de la adolescencia, era como un último gesto de animal decadente.
El espejo no mentía. Indudablemente, ese día reconoció  la vejez.
 
Recordó que, desde ya unos meses atrás, todas las mañanas parada frente a él, le había comenzado a mostrar a un ritmo lento pero con una melodía ritual y monótona, pequeños signos que vislumbraban, sin lugar a dudas, el avance de la infalible e inevitable cuenta regresiva.
 
Hubieron, por que ocultarlo, esos días que un ataque de enojo casi pasional, contra su imagen reflejada en el espejo, ocasionó un tumulto de deseos que la única forma de redimirlos era hacer añicos al perverso espejo.
 
Recapacitó. Su estado podría compararse con aquellos momentos, allí en la lejana juventud, en que deseos compatibles con las normas y buenas costumbres, la obligaron a una sublimación, otorgándole fuerzas para  sobreponerse y aceptar su impotencia.
 
Tenía conciencia de que todo producto cosmético, por más elevada que fuera su sofisticación, no cumpliría su labor previo dominio y auto-convencimiento sobre su estado y deseos de sobreponerse, con la convicción de que pese a todo era una mujer bella, especialmente en su interior.
 
Los días transcurrieron. La lucha interna declarada al espejo, que tomó el lugar de su otro yo, fue cruel y sin escrúpulos. No fueron escatimados esfuerzos que en momentos lindaron lo imposible. Horas y horas junto a su analista reforzaron su auto estima.

Caminatas en compañía de la naturaleza consiguieron fortificar su cuerpo. 

Dejó de lado, no obstante el cariño que sentía por ellos, a su familia y amistades. Prometió dedicarse en pleno a sí misma.
 
Inclusive los más cercanos notaron, sin esfuerzos, la diferencia.

Era ella, sin duda, pero con un aire de superioridad, envuelta en un halo de frescura juvenil. Su cuerpo irradiaba cierto aroma subyugante, su rostro tomó un color atrayente. 

Sus facciones mostraban serenidad, entereza, finura.

Al ofrecer su semblante a él, su imperdonable enemigo, creyó en un momento que éste no daba crédito a la nueva esfinge que pretendía  sobreponerse a la consabida ley de la vida, pero no tuvo reparos y reconoció que ella había triunfado en su cometido.

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