Ma. Gloria Carreón Zapata.

MÁGICA NAVIDAD.

 

 

Eran las siete de la tarde de un veinticuatro de diciembre cuando en mi humilde hogar esperábamos ansiosos mis dos hermanos, mi madre y yo, el regreso de mi padre. Él trabajaba fuera del país por lo difícil que estaba la situación económica en nuestro México. Ya tenía años laborando en San Antonio Texas, a dos horas de Villa de Fuente y nos visitaba cada fin de semana. Así que la noche buena tenía forzosamente que estar con su familia, pensaba y recuerdo además que se nos hacían eternas las horas. Mi madre por su lado ya tenía la cena lista, solo esperábamos la hora del regreso de papá.

 

De pronto, escuchamos que se estacionaba un coche, y  sin más mis hermanos y yo salimos corriendo atropellándonos unos con otros. Pues teníamos por costumbre ganar los brazos de mi padre, creíamos que al que abrazaba primero sería el consentido pero, por desgracia no se trataba de nuestro progenitor. Eran la madre superiora a quien llamaban Sor Virginia, y quien venía acompañada de Amparo, otra empleada del Colegio México que como cada año, repartían buñuelos en las casas de sus trabajadores.

 Mi padre había prestado sus servicios en el colegio años atrás, como vigilante, pero ellas seguían pasando a dejarnos los sabrosos buñuelos como era  tradición. Luego, al percibir que no era al que con ansias esperábamos desde hacía horas, mis hermanos y yo apesadumbrados  regresamos al interior de la casa y ni caso hicimos a los sabrosos buñuelos que con tanto cariño preparaban las monjas del colegio.

 

 

Así fue transcurriendo el tiempo y  mi padre  no daba señal de vida, por lo que ni siquiera hicimos el mínimo caso a la cena navideña y sin más,  desconsolados nos fuimos a la cama. Navidad sin mi padre no era motivo para festejar. Era casi de madrugada cuando se escuchó un coche y con cuidado tratando de no ser vista  asomé por la esquina de una ventana.

Las luces encendidas del vehículo lastimaban mis pupilas así que no podía ver bien de quien se trataba. Se nos había dicho que Santa Claus llegaba en un trineo, así que no creí que fuese él quien había llegado a dejarnos los juguetes. Sin más, ni importarme el hecho  me bajé de la cama procurando no hacer el más mínimo ruido para esconderme enseguida debajo de la misma. Sentía el frío calándome hasta la médula de mis huesos pero tenía que quedarme quieta. En ese rato recordé que había olvidado dejarle su vasito de leche con sus galletitas en la mesa como cada año al hombre barbado ataviado de rojo y blanco, por lo cual me salí corriendo hacia la cocina, al fin entraría por la chimenea y no me vería me dije en silencio.

 

Ya de regreso aún con mi vasito de leche y las galletas en la mano un ruido me hizo reaccionar. Los pies de alguien que lo hacía igual a mi padre, estaba limpiando sus zapatos en el tapete que mamá ponía afuera y además pude escuchar asimismo un manojo de llaves accionado por esa persona que se preparaba a introducir una de las llaves en la chapa desde el exterior.

 

¡La puerta, Santa Claus estaba tratando de entrar por la puerta, y no por la chimenea como me habían hecho creer!

 

Así que agitando mis movimientos al máximo me apuré a dejar el vaso y las galletas sobre una mesita en la cocina;  para de nuevo volver a meterme debajo de la cama cuando  de pronto, y estando ya en mi privilegiada posición de vigía, lo primero que alcancé a ver que empujaban una caja muy grande pero sin envoltura, era un hombre desconocido para mí y, detrás de él mi padre, finalmente supe quién había llegado en un taxi.

 

Quedé muda de la emoción, era mi padre pero, ¿y Santa?, me cuestioné  a la vez que sin poderlo contener, un grito de alegría salió de mi garganta exclamando.

 

--¡Papito... papito...llegaste! --

Fue tanta la emoción, que desperté a mis hermanos y a mi madre y, segundos después abrazada de su cintura, sentí que me aventaban, eran mis hermanos que ante tal alboroto estaban frente a nosotros tratando de abrazar a mi padre. Por su lado mi madre  con la sonrisa dibujada en el rostro nos abrazó a los que alcanzó a estrechar con sus delgados brazos, pero, yo, jamás me solté de mi padre. Aunque mis hermanos sin miramiento me pisaban y me jalaban mis largas trenzas para que me hiciera a un lado.

 

Serían ya como las tres de la madrugada que nos sentamos con mi padre a la mesa a disfrutar la rica comilona navideña. Cuánto apetito teníamos pues con la emoción o demás  creo que se nos multiplicó tanto que hasta los buñuelos nos terminamos. Cuando unas horas antes los habíamos despreciado, esa cena  fue la más sabrosa de toda mi vida. Un inolvidable festín navideño.

 

Terminada la cena se dejó escuchar la voz amorosa de mi madre diciendo.

 

---¡A la cama niños! ---

Supuse que tendría muchas cosas que comunicarle a mi padre, pero nosotros sus hijos también queríamos seguir a su lado contándole nuestras chiquilladas, y pensé con tristeza:

 

-- ¿Cómo se le ocurría a mi madre enviarnos a dormir?

Con lo felices que nos sentíamos en lo que menos pensábamos era en dormir, de pronto mi madre me preguntó:

 

---¿ Qué te pasa hija?, te veo inquieta, triste ---

A lo cual respondí con palabras entrecortadas:

 

--Nada má, sólo estoy pensando que Santa no llegó –

Mi madre con una leve sonrisa dibujada en el rostro  volteo a ver a mi padre quién con la misma vi cómo le devolvió la sonrisa y le guiñó el ojo.

 

Dentro de mí seguí cuestionándome:

 

--¿ Cómo era posible que mi padre llegara casi de madrugada, y  ahora era Santa quién no aparecía por ningún lado? --.

 

Al instante recordé algo que habíamos olvidado. La gigantesca caja sin envoltura, y sin mayor trámite corrí hasta donde ella y, cuál sería mi sorpresa. Estaba llena de juguetes pero, ¿serían todos para mí, o tendría que compartirlos con mis hermanos?  Ninguno tenía destinatario. En eso escuché de nuevo la voz de mi madre que me invitaba en un melodioso tono a retirarme a la cama, pero yo, no dormiría esa noche, no, yo tenía que esperar a santa a ver de quién eran esos juguetes, pues eran para niñas y para niños, de pronto se me ocurrió algo.

 

 

 

Fingiría que me dormiría para luego despertar a mis hermanos, y en ese momento salir de dudas. Así que luego de un rato, me dirigí hacia sus camas y sin hacer ruido, todos comenzamos a sacar los juguetes. Los separamos primero de un lado los de niño y de otro los de niña, que eran más, llegando a la conclusión que eran nuestros; pero yo, seguía inquieta cuestionando sin poder resolver mis dudas.

-- ¿Y si algo le había pasado a Papá Noél?, ¿por qué tardaba tanto en llegar si ya casi estaba amaneciendo?, ¿o tal vez se había encontrado a mi padre en el camino y para ahorrarse el viaje los había enviado con él?, o ¿si mi padre era Santa, y no le dimos tiempo de envolver nuestros juguetes y ponerse el traje? --, preguntas todas que quedaron sin resolver y dudas que intuitivamente decidí callar, pues me gustaba la Noche Buena.

 

Recordé más adelante un dicho de mi madre, y supe entonces por qué había callado, pues me había confesado una vez que, quienes dejan de creer en Santa, éste último, ya no les lleva juguetes. Otra certeza que tengo ahora es que, aquella, fue la navidad que marcó de forma definitiva la etapa más hermosa de mi vida, mi maravillosa infancia.

 

 

 

Autora: Ma Gloria Carreón Zapata.

 

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