andrea barbaranelli

El puerto (recuerdo de 1951)

Qué injusticia criarnos a unos pocos pasos del puerto

y tenerlo cerrado, el puerto, con barreras

vigiladas por policías en uniforme, como si nosotros,

los chavales a la salida de la escuela, pudiéramos

contrabandear algo que no fueran sueños

de aventuras de ultramar; qué injusto

tenernos encerrados, cerca del puerto, en una escuela

donde nos era incluso negado aprender

un poco de inglés demótico para pedir informaciones

sobre sus lejanos países a los marineros

desembarcados en nuestras tabernas y burdeles. Todo eso

pasó interminables decenios antes de que

también aquí las agencias de viajes propusieran

itinerarios exóticos a precio de saldo,

y el mundo aún era

infinito, inexplorado y misterioso, y valía la pena

aprovecharse, a riesgo de recibir una sanción severa

que te marcaría a vida en el registro penal,

de la distracción del policía y escabullirse

para ir a buscar en los muelles

el viento de los océanos abiertos, la luz

de los puertos lejanos, el sabor

de otras razas, el alboroto

multicolor, el olor

a libertad que exhalaba de las escotillas

junto con el del aceite de los motores.