Daira Hernández

DORADO


Cuando llega el tardecer se le ilumina el cabello

como un dorado maravilloso,

semejante al color del cielo en Júpiter.


Aquella noche, mientras caminaba parecía

que la Luna le seguía, se veía perfecta.

Entre árboles y los sonidos de aves e insectos,

una sensación extraña lleno su  cuerpo de energía.

Volteó a verla por segunda ocasión y se estremeció.

La luz del día ya había bajado por las montañas

reflejando a el Sol que descansaba,

en el horizonte un anaranjado menos abundante.

Entonces ya no pudo quitarle los ojos de encima.

Acompañada de dos amantes que no se encontraba

desde hace 24 años, ella sobresalía maravillosa.

El ángulo que formaron en el cielo se alineó

inmejorablemente, con el nervio vago del corazón.

Fue una fuerza de magnetismo la que le hacía

mover los pies, ya hipnotizada por ese brillo espectacular.

Su respiración se acelero.

La noche  se hacía presente junto con

las demás estrellas, que miraban aquel  ritual.

Era una Diosa atrapada en un cuerpo mortal.

Perdida en el cosmos, la Tierra un hogar.