andrea barbaranelli

Pequeña balada del tiempo

 

¿Por qué no debería esperarte?

¿Por qué no pasar el tiempo,

todo mi tiempo,

esperándote?

No conozco ocupación más placentera,

más satisfactoria para mí.

Como un coleccionista de mariposas,

un entomólogo aficionado

clasifica lepidópteros e himenópteros,

así yo clasifico mis tiempos de espera

de tal hora a tal hora

en los distintos lugares donde el azar me lleva.

Me detengo y te espero, me paro

y sigo esperándote, me siento

en un banco del parque o me arrimo

al tronco de un árbol, y te espero

poniéndome a contar las hojas

que cuelgan vibrando de las ramas

que me protegen del sol o de la lluvia.

Si de vez en cuando miro el reloj

no es porque estoy apurado

y menos porque sospecho

que estoy perdiendo mi tiempo,

es solo porque no veo la hora

de que tú llegues y me reconozcas

con esa tu sonrisa entrañable

que solamente a mí me dedicas.

Sé muy bien: debo tranquilizarme,

controlar mis reacciones

y no comportarme como esos viejos

que han echado a perder su vida

y no tienen la paciencia de perder media hora.

Te espero. Tómatelo con calma.

Tómate tu tiempo. Puedo

esperar más de media hora,

y hasta toda una mañana o una tarde

e incluso una noche entera.

No es solo una cuestión de paciencia.

Lo hago con naturalidad.

Más bien, esperar me gusta.

Prolongar el tiempo de la espera

hace más importante el encuentro,

lo vuelve casi excepcional.

Mi paciencia es infinita

como infinito es mi tiempo

por la muy sencilla razón

que no calculo cuanto me cuesta.

Mejor dicho, estoy convencido

de que el tiempo no cuesta nada.

Volverá un momento como este

suspendido entre ser y no ser

a menos que simplemente no vuelva.

Lo importante es que lo estemos viviendo.

Hubo momentos en que pensé,

en un pasado ya muy lejano,

que la vida podía decidirse

en el breve espacio de un instante.

El tiempo era entonces para mí muy precioso.

El tiempo, como muchos dicen, era

dinero, plata, y valía la pena

intentar capitalizarlo,

transformarlo en moneda sonante

y encerrarlo en un cofre.

Pero nunca me convenció esa idea,

fue solo la idea de un momento

que en seguida se borró y que olvidé,

la idea de un joven sin experiencia

que seguía los malos ejemplos.

Mi cinismo es ahora tan profundo

que no le doy importancia al dinero.

Mejor dicho, si pudiera,

si no fuera tan complicado,

me dedicaría a falsificarlo,

como Diógenes, feliz

de infringir las leyes humanas

para que la naturaleza se afirme.

Sería él mi maestro de vida

si tuviera un maestro de vida.

Ese tan poderoso don dinero

se quedaría sin el menor valor

si un buen día uno de nosotros,

un hombre cualquiera, como tantos,

mirándolo en la cara no pudiera

aguantarse ya más y se tirara

al piso contorciéndose de risa

y la risa se extendiera irresistible

invencible, por todos los países

del mundo, en un contagio universal

incurable, cada uno preguntándose

y preguntando a los demás por qué

tendríamos que dar tanto valor a un signo,

a un símbolo, a una idea talmente frívola,

a un disparate como es el dinero,

como son los lingotes de oro y plata

amontonados en las cajas fuertes

en subterráneos protegidos por

hombres armados y sistemas de alarma.

Hasta muros ciclópeos han caído,

muros que parecían deber durar

por los siglos de los siglos de los siglos,

muros defendidos con alambres

electrificados, por nidos

de ametralladoras manejadas

por hombres criados como automas

como robot sin alma y sentimientos.

Sin embargo se han desmoronado,

se han derrumbado y pulverizado

como los muros de Jericó al sonido

de las tropetas, al son irrefrenable

de la risa que crecía y crecía

y no podía parar, atropellando,

arrollando, arrastrando y aplastando,

la risa universal que estalló

de repente, ridiculizando

el poder, sus emblemas, sus hombres

minúsculos, mezquinos y grotescos

con sus bragas merdosas.

Yo no pretendo acumular tesoros

para mis hijos. Cuando yo me muera,

dispersen las cenizas de mi cuerpo.

Que mis cenizas vuelvan a la tierra.

Que el ciclo de los días y de las noches

siga con tranquilidad su ritmo.

Pasen las estaciones y los años

sin apuro, con calma, lentamente,

como lo han hecho más o menos siempre

con la excepción de algunas glaciaciones

y de algún año de sequía y calor.

Sé bien que en este paisaje idílico

tendría todo el tiempo de esperarte

sin que nadie me diera con los codos

para que yo le deje libre el puesto

que él quiere ocupar en mi lugar.

Pero yo no me voy a apresurar.

¡Que espere con educación su turno!

No me voy a quedar eternamente,

tarde o temprano tendré que largarme.

Así que puedo detenerme y esperar

por todos los tiempos que tú quieras,

una noche o la vida entera

nunca jamás perdiendo la paciencia.

Total, después de esta vida

cierto no hay nadie que me esté esperando,

cierto no hay nadie que me meta prisa

diciéndome que me voy a perder

una oportunidad muy importante

si me atraso o me demoro más.

El tiempo nos lo regala

alguien que lo tiene de sobra.

El tiempo no nos cuesta nada.

Podemos dilapidarlo.