Alberto Escobar

Eternidad

 

La belleza es la eternidad que se mira al espejo. KGibrán.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Eternidad se mira a sí misma. Se gusta, se tiene por epítome de la belleza.
Se despierta con el alba, no se levanta hasta que unos hilos invisibles tiran
de sus miembros, la sientan en la cama, un lecho de nubes y lana, y erguida
se ajusta a su tocador, tocado de plata y hojas de jenjibre, a constatar de sus
arrugas cómo el tiempo diseña su silente pero profundo cauce hacia el mar.
Eternidad recuerda cómo llorará la ausencia gris de un milenario árbol que
desde la proximidad diaria de su ventana sonríe buenos días, tardes y noches.
Eternidad recuerda cómo extrañará en sus oídos la silente armonía de un
afilador, que a fuer de contagiosa melodía muñe al vecindario blandiendo
sus armas de pan y moja, de zurcido y calzón, y , por qué no, de congoja
y desaire ante el osado malhechor que aficiona el sudor ajeno.
Eternidad se sabe beldad y deseada, se concibe princesa de cuento de hadas
donde las hadas ponen pies en polvorosa para no ser aprehendidas, marchitas
por la certidumbre del pagano que la quiere de eterno servicio.
Eternidad llorará por dentro, y ahora llora. Su deambular es de puro anodino,
de un monótono verde oscuro cuan prado infinito de la campiña inglesa.
Eternidad se sentará una y otra vez en su espejo, se tocará frente a su tocador,
mas no ignora lo que ignorar quisiera.
Eternidad sabe por castigo, sabe y sabrá cual un Funes pergeñado por la negra
luz de un genio no reconocido, pero conoce e intuye tanto que el tiempo es un juguete
roto en sus manos, es un camino que se atisba en su desembocadura, justo lo que pide
ignorar.

Eternidad está conforme con su entereza, es castillo en su fortaleza, pero castillo solo.
Al fin, y no a la postre, Eternidad llegará a un dilema: Deberá ser o no ser eterna.