Alberto Escobar

Locura de sirenas

 

Aquí, ahora, no somos más
que tres: mi pensamiento,
el silencio y yo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 


Se me rompe el ruido, las arterias
dentro me tiemblan.
Sirenas, metrallas, a cientos
discuten con el vecino,
con el párroco, con el clérigo, con
el tísico, con el barbero, no miento.
Los dobles cristales no dan a basto,
de mi ventana dimite el pestillo,
innecesario se despide calle abajo.
Ojopatio de mi infancia, murmullos
de pájaros que en los cordeles descansan,
ropa que destella jabón verde, quejas
de lo cara que está la cesta, los niños,
qué cansancio de vida, esto era Facebook
cuando apenas levantaba dos cuartas.
Cláxones, tambores de verbena, garganta
que se quiebra, requiebros que se pierden
en el viento, migrañas percutiendo la cabeza,
todo esto no vale un silencio, silente almena
que de flechas vive, que asedia la torre que
más pesa, que sin ruido el alma tiembla...
Sí señores míos, la ausencia sonora es reina
de corazones por ser el ruido su lacayo, su
escudero y marido, santo y seña de tabernas,
sin ruido, sí, sin ruido se derruye el tímpano
de las iglesias, hasta el feligrés desespera.
En la sima de la poiesis me acurruco, entre
estrechos desfiladeros desfilo letra a letra,
cada paso polvo desprende hacia la nada
cierta que me acongoja el talón, abajo solo
acierto a un río delgado, sordo, silencioso.
De hito en hito me lo quedo mirando para
que me devuelva los versos que me niega.
Sigo camino a pie enjuto, no sea que me
caiga y la musa se me quede ciega.
Paciente espero juntando letras hasta
que aparezca Clío con sus madejas,
y me muestre su llave maestra.

Si callase el ruido habría más poesía...
y menos fiesta.