andrea barbaranelli

Mis dos mitades y yo

 

Cuando me amputaron el brazo izquierdo

pensé que a lo mejor podría

seguir haciendo con un solo brazo

casi todo lo de antes

hacía con los dos.

Es sí cierto que un abrazo

es más profundo con dos brazos,

más envolvente y más íntimo.

Abrazar con un solo brazo

es más expeditivo, diría

más superficial y distante,

pero al fin, yo escribía con la derecha,

golpeaba con la derecha la mesa,

comía con la derecha,

era dextrorso por naturaleza, la izquierda

a veces, era hasta un estorbo.

 

Cuando me amputarono la pierna izquierda,

entonces sí me di cuenta

de que la simetría de mi cuerpo

estaba ya radicalmente alterada.

Empecé a desplazarme dando saltitos

apoyándome en una muleta

que tenía bajo la axila derecha

en vana búsqueda de equilibrio.

Tenía la rara sensación

de que mi parte femenina,

la acostumbrada a obedecer las órdenes

de mi mitad masculina,

estuviera desquitándose

dejándome a merced de la suerte

cada día más adversa y más dura

cada día más insalvable.

Esa mitad mía más débil

menos autónoma y más dependiente

de pronto se reveló

decisiva para mi equilibrio.

Mi mitad silenciosa,

dulce, tranquila, sumisa,

con la que formaba un todo,

un organismo coherente,

armonioso y singular,

se había disuelto como en un sueño

dejándome grave y pesado

igual que una piedra o un tocón

incapaz de echarse a volar.

Mi derecha, tan varonil,

sola solo puede forzar

y partir y destrozar

y oprimir y machacar

y violar y mancillar,

pero no sabe hacer un gesto

de cariño y compasión,

y el pie derecho tan solo

es capaz de patear

en una exhibición de violencia,

una violencia gratuita

para imponer el demidiado

títere sin corazón

que ha quedado de mi yo,

de ese mi yo cuando era

un conjunto armonioso.

Ya no soy el que fui.

Ya no soy más el que era.