Adolfo Rodríguez

Octava maravilla

Esa indiscreta piel entre tus muslos

que así promete el paraíso,

rociado en el mador que transpiras,

en los vapores de tu medio día,

esa línea recta que describe mi mirada

cuando baja persiguiendo la promesa

de un voluptuoso recorrido por tu meridiano cero

a través de las siete maravillas de tu cuerpo…

 

La tormenta prodigiosa enmarcando tu belleza,

y coronando la bóveda celeste que protege todos los sueños,

que habitan bajo la selva negra de tu pelo y sus destellos,

vaporosa seda que acaricia mis punzantes deseos

y refresca mis flemáticos humores de deshielo.

 

Las gemas de obsidiana, engarzadas

en las cuencas oceánicas de tu profunda mirada,

provocando marejadas de luz que me inundan los días,

cuando abanicas tus pestañas y liberas

la solar potencia de tus ojos negros.

 

La marca lunar a la diestra ladera de tu napia,

constelando la cintura de Orión por tu faz

de bruñido atardecer cobrizo, éneo,

de tez mestiza y perlada majestad sureña

en tu suave rostro de bondad serena y maternal.

 

El arrecife de fuego coralino que ilumina con su luz

hasta los más grises de mis días impregnados de nostalgias,

hasta los más lentos y viscosos de mis días de infortunio,

cuando en un simple gesto, con el arco de tu boca

me disparas la bendición de tu sonrisa, cual saeta de Cupido.

 

El oleaje atlántico y eterno de tus pechos,

que en cada aliento y con cada latido

marcan ritmo a los sueños de mis manos,

estas aves peregrinas que ambicionan ese nido

vecino del jardín perenne que florece allá, en tu hombro.

 

La curva universal que se arquea en tus caderas,

la marea gravitacional que me arrastra en tus corrientes

arrojando mis anhelos a romper contra la blanda playa de tu continente

y que atrapa mi voluntad en la dulce celda oscura de tu vientre,

donde al fin soy yo mismo y donde encontré la libertad…

 

Las torneadas columnas hercúleas, que resguardan tu mediterráneo

y sostienen el templo entero de tu Venus magistral y hermosa,

las alas de tus brazos sembradoras de nubes y prodigios,

tus manos y tus dedos inventores de caricias y ternuras,

que acunan como Madre los despojos del naufragio de mi ser…

 

Y toda Tú, como la octava maravilla de mi historia antigua,

desde la ternura ingenua de mis años infantiles,

hasta este instinto primitivo que solo se sacia con tu carne.

Toda Tú, como primera opción a mi soledad presente,

como encrucijada, en la que puedo optar a la felicidad

o continuar mi vida por las sombras de la normalidad.

Toda Tú, como única promesa de futuro y porvenir...