andrea barbaranelli

Antígona

 

Soy una mujer de amor, no de odio.

El odio debe terminar con la muerte. No acepto

esa ley, esa voluntad tiránica

que prohibe que se sepulte a mi hermano.

He espantado

buitres y perros, yo sola, gritando

en el basural por debajo de los muros de Tebas

donde han tirado su cadáver.

Tebas de las siete puertas, la famosa,

la insigne Tebas, un pueblo rodeado de vertederos

apestosos, de inmundas ratas escarbando

en los desperdicios y la mierda, la ilustre Tebas

con sus vómitos negros de sangre, con globos de ojos

arrancados de las cuencas y aplastados

bajo los pies, Tebas la malvada e la injusta,

como una perra aguardando la ocasión

para morder otra vez en la carnaza, Tebas

que ahora quiere vengarse,

que no quiere que el odio termine

ni siquiera con la muerte. Me tratan

como si yo fuera la enemiga del pueblo.

Pero pregunto: ¿Cuál pueblo? ¿Esa gente

que asistió indiferente a la masacre,

a cómo los dos hermanos se cortaron

la carne el uno al otro, se rompieron

los huesos a golpes, se arañaron a sangre

con las uñas, cuando ya no teníam más armas

que las manos desnudas, arrastrándose

en el polvo de los basureros?

¿Esa gente que no intervino para separarlos y gozó

mirándolos luchar hasta el último respiro?

¿Esa gente maldita y hostil que me mira

como si fuera yo la perra que espía la carnaza

para arrancarle una piltrafa de carne, y no fuera

la que quiere que el odio se acabe

de una vez, para siempre, bajo la tierra que ansío

verter sobre el cadáver de mi hermano abandonado

al hambre de los buitres que engulle

como el vientre voraz del ultratumba

todo lo que aquí se pierde y se pudre?