Alberto Escobar

Antonio encadenado

 

Recibió su réquiem
sin expresa dedicatoria.

 

 

 

 

 

 

 

Antonio se asoma por la lenta celosía.
La radiante claridad alejandrina
va dando espacio a la nostalgia.
Antonio espera el pronto deceso,
que no se hará esperar.
Octavio casi araña el Faro sobre 
un enjambre de trirremes.
Se abre paso entre las quietas
aguas egiptanas para clamar la
injusta justicia de la guerra.
La capitulación acciana viene
a cobrarse su saldo.
Antonio huele la afilada guadaña
de la parca, mientras se besa con
su amada Alejandría como si su
mirada se hiciera, mañana, arena
de este tiempo.
¡Amada mía, la cuna de tu cuenca
la quiero como tumba!
¡No desaparezcas de mi vista
hasta que mi vista no te vea!
Oigo el tíaso murmurar sones
de cítaras y sonajas debajo de
mi ventana.
Baco me ignora su ignorancia,
diáfana señal de mi final.
La textura fúnebre del solfeo
ambiente hiela de negra
mortaja el venamen que
me arborece.
¡Toc, toc, toc..!
Ya está Morta con su
hilandera encomienda.
¿Dónde está mi fiel espada?
Antes de abrir la puerta del
Averno birlaré a Octavio
el placer del triunfo.

El destello del riguroso
acero se tiñó de silencio.
Su muerte tuvo merecido
colofón sobre el exánime
regazo de su amada.