Cesar Salazar

A

Es de noche y A me espera

en una esquina de la estación del metro

con el gesto perdido de una novia de Morrison

y un bolso azul que contiene 

pastillas para dormir, tabaco y cerveza.

Luego de pensarlo me dice, por Dios

cómo has tardado, me he cagado de frío.

Y luego ríe. Y una luna esbelta, delicada

y zapatos de charol empapados de sangre

y una sonrisa como de nube enferma.

Es de noche y ella habla, al parecer

de unas perforaciones en sus pezones negros

en las puntas de sus pezones negros

de un tatuaje, de cómo le han crecido las tetas

y dice que deberíamos volver a vernos.

Y en un parque abandonado me muestra

cómo ha cambiado el perfume de su jabón,

o ya no usa el mismo o estoy loco,

y lo horrible que resulta el metal en sus pezones. 

Una realidad metálica en un cuerpo acuático. 

La sonrisa de un pez en medio de las máquinas.

O el relave sombrío en un lago celeste.

En el parque me dice que no es bueno hablar mucho

que de frente a la acción y eso es todo

que es parte del plan y que estaba previsto

incluso antes de que ambos lo supiéramos.

Y luego me dice para ir. Pero yo no me muevo.

Qué espanto, pensará que soy cabro, digo

que al terminar, en dos años me incliné por las vergas 

que de tanto leer y admirar las vidas de los poetas

maricas del siglo XX, algo de mariconada se me pegó. 

Pero no era marica. Ni ella no estaba linda. 

Ni los grandes maricas pueden volver a otros maricas

lamentablemente. 

Era tan solo muy temprano para morir.

Y además yo era un perdido. Nada me importaba.

Ni el sexo ni su carne florida

ni el olor a menta (mascaba chicle)

ni el tatuaje horrible o sus pezones perforados.

Yo era un perdido y acaso también ella.

Y marchamos de vuelta a casa, le di un beso

en la punta de la nariz

y deseé luego no volver a verla.