Es de noche y A me espera
en una esquina de la estación del metro
con el gesto perdido de una novia de Morrison
y un bolso azul que contiene
pastillas para dormir, tabaco y cerveza.
Luego de pensarlo me dice, por Dios
cómo has tardado, me he cagado de frío.
Y luego ríe. Y una luna esbelta, delicada
y zapatos de charol empapados de sangre
y una sonrisa como de nube enferma.
Es de noche y ella habla, al parecer
de unas perforaciones en sus pezones negros
en las puntas de sus pezones negros
de un tatuaje, de cómo le han crecido las tetas
y dice que deberíamos volver a vernos.
Y en un parque abandonado me muestra
cómo ha cambiado el perfume de su jabón,
o ya no usa el mismo o estoy loco,
y lo horrible que resulta el metal en sus pezones.
Una realidad metálica en un cuerpo acuático.
La sonrisa de un pez en medio de las máquinas.
O el relave sombrío en un lago celeste.
En el parque me dice que no es bueno hablar mucho
que de frente a la acción y eso es todo
que es parte del plan y que estaba previsto
incluso antes de que ambos lo supiéramos.
Y luego me dice para ir. Pero yo no me muevo.
Qué espanto, pensará que soy cabro, digo
que al terminar, en dos años me incliné por las vergas
que de tanto leer y admirar las vidas de los poetas
maricas del siglo XX, algo de mariconada se me pegó.
Pero no era marica. Ni ella no estaba linda.
Ni los grandes maricas pueden volver a otros maricas
lamentablemente.
Era tan solo muy temprano para morir.
Y además yo era un perdido. Nada me importaba.
Ni el sexo ni su carne florida
ni el olor a menta (mascaba chicle)
ni el tatuaje horrible o sus pezones perforados.
Yo era un perdido y acaso también ella.
Y marchamos de vuelta a casa, le di un beso
en la punta de la nariz
y deseé luego no volver a verla.