Danny McGee

ALONDRAS.

Alondras.

Sabían las alondras, que cuidaban mi ventana, los nombres de las rosas que nacían de tu alma, sabían de tu cuerpo en la luz de la mañana y del canto de las albas que posaban en tus labios. Sabían… sabían las alondras de tus ojos sin palabras.
Al colgarse la alborada, eras tú la tersa esencia que envolvía los secretos de mi nuevo despertar. Eras tú la más bella razón de mi existencia, la más enamorada palabra del destino y el verso más liviano de mis sueños de poeta.
Sí, sabían las alondras que yo te amaba libre… libre como el sueño que enhebraba en cada nube cuando tú me despertabas con un beso en la mejilla. Éramos dos hojas del rosal de la osadía, dos enormes nombres en el huerto enarbolado.
Te quería… te quería como el rayo que el sol deja extendido en las huellas del camino. Como el rayo, te quería… y te quería siempre mía, aunque nadie lo entendiera en la tonta, mustia y vana razón desmesurada.
¡Ay de mi vida!... ¡ay de la tuya!... A veces las palabras no detallan con certeza lo que el tiempo encendiera en las bermas de la dicha. ¡Ay de mi vida!... a veces las palabras no parecen suficientes. Pasa el tiempo, la vida entera, y no pueden las palabras definir el amor dado.
Pero, en fin… las alondras sí supieron lo que nunca fui a expresarte. De mi amor y mi distancia, tan sólo las alondras hoy de mí pueden hablarte, aunque tú ya no me ames y aunque otro sea el hombre que hoy despierta con tu beso.