Roble de mi patria
titán de madera…
cuando el pianista de mis dedos
acaricia tus vértebras de cielo,
un nirvana río-sangre
se desprende de tu corteza de padre.
Es tan hondo el centeno de tus sépalos
es tan alta la espiga de tu viento
que pareces crecer como la luz,
como los astros sentados en los ojos de mi madre
al despedirse de la tarde…
Amo tus verdes palomas mensajeras
bebiendo de tu copa de nostalgia,
como pobres viudas en eterna espera…
Siento los tambores del surco
subir por tus raíces y estallar
junto al latido del aire, como un mantra.
A veces pareces un niño sin amor
abandonado al centro del potrero,
pero cuando el rebaño
viene a beber de tu sombra protectora;
eres como Gabriela en su reino de jerarquía y de dulzuras.
Leónidas vegetal…
cómo resistes hermano,
la siniestra mano taladora,
el beso mineral sobre tu costado,
los impíos clavos de la sierra,
el tamboril del hacha echada al vuelo
como una campana ebria de agria trementina,
latigando el grito callado de tu dorso.
Mi viejo roble…
cuántos dolores has resistidos para convertirte
en duro pellín enrojecido.
Centinela fiel del los trigales,
catedral de madera, cuando apoyas tu corteza
en la espalda de mi padre
parecen dos manos santas unidas al rezar.
Cómo extraño tu bohemio epistolario de cantabrias;
los alfajores de luna de tus dihueñes;
las llamas mojadas de tus quintrales.
Irrefutable fénix, renaces una y mil veces
tras el paso presuroso del fuego.
Joven hualle de mis lares, tu verde campanario
es una mano extendida, la sonrisa que abriga al campesino.
Tienes el aura azul de la lejana infancia,
tu anclada sinfonía es el trencito
que me lleva de nuevo a ser pequeña,
como esta lluvia sureña que te puebla.
En vegetales corales de ocres partituras,
palpitan mis praderas de madre-niña
cuando mis labios tocan la finta alucinante de tus ramas.
Alejandrina.