Danny McGee

ANOCHE.

Anoche.

Anoche, cuando el silencio fue el testigo de una férvida palabra que encendió mi habitación, yo te tuve entre mis brazos. Te besé, te envolví con suspiros y empañé los rincones de tu esencia femenina.

Silente… clavado a tu cuerpo como un árbol a la tierra, fui a encontrar tu desnudez, tu más elocuente deseo de ser musa y heroína de esas dichas que eran perlas en la sombra.

Colgado en las pupilas que te hacían ver la noche, yo pensaba en ser la estrella de tu pecho palpitante. Y tú, hermosa y reposada, fuiste carne de mis manos y el secreto de mis besos.

Al sentirte desnuda, todos los ángeles y todos los querubes escondían su belleza para que tú te enarbolases. Sí, sentirte entre mis brazos era arder en los edenes, en todas sus florestas y en todos sus paisajes.

¡Qué hermosa!... ¡qué hermosa! ¡qué hermosa era la hora que azulaba nuestro encuentro!... Tú me dabas los deseos de buscar una esperanza y yo te regalaba la palabra del destino.

Anoche, cuando el viento quebró el calor de tu cuerpo sobre el mío, supuse que soñaba en mi más secreto anhelo; pero, a pesar de que fue un sueño, yo noté que había en mis labios un sabor que hoy tú sentías.