kavanarudén

Madre tierra

 

Fue una mañana temprano. Caminaba en medio de los naranjales. De repente miré hacia arriba y ahí estaba. Lento la vi caer. Se deslizó suave a través de la hoja y, sin pensarlo dos veces, se lanzó al vacío.

Juro que no solo vi, sino que escuché su trayectoria antes de (splash) estrellarse y dejar su huella.  No era un lamento, no era un grito, era un canto sutil, lleno de alegría. Convencido estoy de que estaba contenta de poder besar y fertilizar la madre tierra. Dejó un aroma sin igual, dulce, profundo, penetrante. Olor milenario mezcla de musgo salvaje, humedad, humus. La fragancia de la vida misma.

Extendí mi mano y toqué aquella huella que había dejado. Cerré mis ojos para poder captar en su plenitud tan agradable sensación. 

Me recosté, crucé mis brazos detrás de mi nuca y me quedé mirando las hojas verdes; el sol que se colaba a través de ellas y el inmenso cielo azul. Completamente limpio, sin rastros de nube alguna. La brisa suave se hacia presente, delicada y respetuosa. Allá lejos, muy lejos dos aves volaban despacio, se entrecruzaban entre ellas, despreocupadas, alegres, felices de ser y de dejarse llevar. 

No sé cuanto tiempo estuve así, lo único que sé es que fue un momento único en donde me pude sentir uno con la natura. Quise que aquel momento fuera eterno. Pienso que son estos instantes los que hacen más llevadera la existencia y en ocasiones le dan sentido a la misma.