Verano Brisas

MULTITUDES

Desde tiempo inmemorial

los barcos persas y griegos,

los romanos y fenicios,

empujados por batallas,

tempestades y corsarios

se deleitaban viajando

a las honduras del mar.

 

Según nos cuenta Heródoto

indeclinable viajero,

cuando el hijo de José

no había pensado en llegar

a las tierras de Judea,

ya Jerjes hacía sus búsquedas

de los tesoros hundidos.

 

En 100 años,

con variado cargamento

se han perdido bajo el agua

30.000 embarcaciones

repletas de riquezas,

que hubieran sido la dicha

de los hambrientos del mundo.

 

No volverá de su tumba

la Serpiente Escandinava,

porque fue su vocación

dormir yacente en el Támesis

con sus bodegas de oro,

para que toda la envidia

naufragara en la corriente

que arrastró su velamenta

hacia los mares del norte.

 

Los 14 grandes juncos

que en las aguas de Japón

se tragaron los abismos

aquel junio siniestro de 1274,

se quedarán en la muerte

sin reponer los tesoros

de sus potentes señores.

 

Cuando los portugueses

transportaban sus fortunas

desde América Latina,

sobre todo de Brasil,

35 fuertes naves

prefirieron el suicidio

antes que ser presa fácil

de bribones bucaneros.

 

Y los jóvenes esclavos

que viajaban en el Loasdun

enfrentaron con valor

la desembocadura del Ganges,

que no quiso perdonar

a los nativos de Holanda

el llevar mil sacos de oro

escondidos en bodega.

 

Mobiliario y otras cosas

de la condesa de Bourch

dejó en predios abisales

la desgraciada tartana

que sucumbió como un paria

en las costas de Numidia.

 

Y qué decir del Telémaque,

incapaz de preservar

la fortuna de los reyes

cuando viajaba a Inglaterra

con otros muchos tesoros

pertenecientes también

a la imprudente Antonieta.

 

Los 16 galeones

que cruzaban el Atlántico

en el fatídico otoño de 1707,

cuando fueron atacados

en la bahía de Vigo,

sucumbieron bajo el agua

con su rico cargamento.

 

Otros 15 que formaban

la bella Flota de Plata

zozobraron en Bahamas

cuando viajaban a Cádiz,

por acción del sobrecargo

y del furioso oleaje

que no pudo en su momento

manejar el capitán.

 

El no olvidado De Brack,

con 200 españoles

amarrados como perros,

se hundió en medio de millones

de verdeazules billetes

cuando expiraba sin pena

el viejo siglo XVIII.

 

A 12 millas de Londres,

mientras llegaba de Sydney,

el Niágara tropezó

contra una mina matrera

que lo dejó sin aliento

esa mala madrugada,

enviando al fondo del mar

sus haberes y su casco.

 

Pero sería interminable

enumerar los naufragios

que a través de las edades

desmantelaron al hombre.

 

Que valgan estos ejemplos,

siempre pocos, siempre amargos,

como una muestra palpable

de que las aguas del mar

son amigas cuando quieren,

y cuando no, son brutales.