Alberto Escobar

Ilusión

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Vi en su ternura durmiente un atardecer de verano
sobre la marisma.

Se cumplía en ese instante un siglo desde que el
hechizo de una malvada reina se hiciera cuento,
aguja, sangre y rueca.

Abrió los ojos lentos de misterio, cien años no
son dos tardes.

Fue verme de sueño, fue verla alzar sus pestañas
puente levadizo sobre el foso ardiente.
La primavera brotó temprana de sus pupilas,
las nieves escribían la crónica ventanales afuera.

Se levantó hacia mí según un guión cuya tinta
se pergeñase en la noche de los tiempos
Me la llevé en volandas a mi hacienda,
tal fuera lacerante hurto.
La dicha se hacía carne abrasada por un fuego
que pareciera, por inextinguible, el que preside 
un pebetero olímpico.

Tuvimos dos churumbeles radiantes como la
Aurora que anuncia el Día.

Aparte la voracidad de mi amada madre, que 
pagaría con su vida, todo transcurría como  
reguerillo que baja rumoroso del arroyo.

Hoy, mientras fluye esta viruta literaria, canto
a la blanca luna en compañía de Esperanza.
La conocí no a muchas fechas de esta melaza.

La hallé despierta, marcando bella distancia.
El palacio, herencia paterna, fue vendido al poco
para repartir la moneda obtenida.
Volvió a su castillo, con Aurora y Día. El juez de
paz no se avino con la custodia compartida.

 

Nos casamos en gananciales. ¡Tonto de mí!