Joseponce1978

El último leño

Cada vez se ven menos chimeneas humear en el pueblo cuando llega el invierno, debido a su creciente despoblación por la desbandada de la juventud hacia las ciudades en busca de un porvenir más cómodo que el que puede ofrecer la ganadería o la agricultura. Tampoco es que sea muy halagüeño el futuro rural, pues las cosechas, debido a que cada año llueve menos, van disminuyendo, y posiblemente no merezca la pena el sacrificio que entraña una labor tan dura para obtener tan poco rédito. Muchos suelen regresar en días festivos( como ha sido el caso del fin de semana pasado, en que tuvo lugar la celebración de las fiestas de San Miguel, patrón del pueblo) o en periodos vacacionales, sobre todo en la época estival. También hay quien abandona la ciudad, hastiado del estrés y el ajetreo para instalarse a vivir aquí, pero la proporción entre los que se van y los que llegan es muy descompensada.

Tengo en casa una chimenea que no suelo utilizar demasiado, pues necesito colocar una cubierta con veleta en el extremo superior para evitar que el viento (sobre todo cuando sopla fuerte del norte) entre por él y me revoque el humo hacia dentro. No son pocas las veces que la he encendido y al levantarse el viento de golpe, me he tenido que salir porque se ha llenado el salón de humo. Nunca he talado un árbol vivo para calentarme con su combustión. Si no tengo nada que quemar, me abrigo con una manta, pues tampoco soy amigo de los calefactores eléctricos. Como esto está rodeado de bosques de pinos o cultivos de almendro y olivo, para ello se suele aprovechar cuando alguno se seca de manera natural o las ramas objeto de la poda, y al mismo tiempo que sirve para calentarse, se efectua una tarea de limpieza del monte. Si la madera seca se deja en la tierra, termina por pudrirse y abonarla, ya que la tierra misma se regenera. Pero no es menos cierto que cuanta más leña seca haya en el monte, mayor es el riesgo que existe de que se desencadene y se propague un incendio. Por esto, toda la madera seca que encuentro en los alrededores de la cabaña, la convierto en pasto de las llamas, y con las cenizas sobrantes, abono las plantas y los árboles, pues son un gran aporte de potasio para éstos. No hace mucho me encontré un antiguo poste de la luz de madera, que al renovar la línea eléctrica para substituirlos por otros de hierro, lo habían dejado tirado en el suelo, y debería llevar allí un siglo casi, pues estaba todo carcomido. En ese momento no disponía de medios para cortarlo y, a pesar de que no habría más de 100 pasos desde el palo a mi casa, no fue tarea fácil echarme al hombro sus 5 o 6 metros de longitud, con su respectivo peso, y acarrear con él hasta mi destino. Una vez hube llegado a mi choza, se me presentó un inconveniente aun peor si cabe que el transporte. Y es que, dada la longitud del madero, evidentemente, no cabía en el salón. Pude haberlo cortado con un hacha que tengo o haber pedido una motosierra, pero por no molestarme, lo que hice fue meter una punta por la ventana y colocarla en la chimenea. Puse también un puñado de hojarasca de pino y unos tallos secos, y así comencé mi duradera hoguera. Al principio era un incordio, pues mientras una punta ardía, más de la mitad del poste asomaba por la ventana, y si me arrimaba a la lumbre, me quemaba la cara mientras la espalda la tenía helada, a causa del gélido viento que entraba por la ventana. Conforme se iba consumiendo el poste por un extremo, tenía que salir de la casa para empujarlo, hasta que pasados 2 días, pude al fin cerrar la ventana, y tuve lumbre para una semana.

Tengo que decir que me encanta calentarme al fuego, porque es algo que me relaja bastante. Primero por la naturalidad del calor que aporta, y luego por que me quedo extasiado mirando fijamente las trémulas llamas y las ramas candentes retorcerce y crepitar. El fuego tiene magia. Pienso que aún queda en nosotros alguna reminiscencia visceral de nuestros antepasados, que se tuvieron que sentir endiosados al conseguir dominar este elemento. Hay momentos que cojo una rama, acerco su punta a las llamas y al prender me la aproximo a la cara y pienso en el extraño animal que soy, dominando y llevando de un lado a otro aquello que al resto de mamíferos les genera tanto pavor.