Edgar De La Cruz Rosfel

No somos los mismos.

Sí,
no somos los mismos desde aquella noche,
desde aquel impredecible, trágico, movimiento inusual,
que asaltó nuestra calma y se tragó nuestra memoria,
removido choque brusco en la conciencia, 
en donde peleó la casualidad con la lógica.

Sí,
no somos los mismos desde aquel instante,
porque aunque no sabíamos,
supimos lo que queríamos saber,
reconocernos entre el caos,
mirarnos unos a otros ante el pánico,
ver caer el mundo y no poder hacer nada.

Supimos que éramos carne, polvo, derrumbe;
y tuvimos miedo,
recordamos que éramos unos simples humanos,
impotentes, pequeños, ingenuos,
ante un ahogo de incertidumbre
vimos como se caía hasta lo más duro,
como se derrumbaba hasta lo más fuerte,

como se destrozaba hasta lo más nuevo,
nuestras casas.

Supimos que no somos nada ante lo eterno,
y que la espalda y los brazos, 
también sirven para cargar recuerdos, 
esos que tiramos en silencio en nuestros ríos.

Conocimos la muerte, 
la misma que rondó por nuestras casas,

nuestras calles, nuestros pueblos,
el viento dispersó nuestros gritos

y la lluvia se llevó nuestros llantos,
algunos maldecimos y nos revelamos,
hasta quedarnos sin palabras, sin fuerzas, 
ni para un suspiro siquiera;
¿habría tiempo para enamorarse?
no, 
era la respuesta natural ante la angustia,
pero lo había,
pues nos dimos cuenta que el corazón también es de carne
y que un amor en silencio,

fue siempre un puente colgante ante el abismo,
sí, 
si hubo tiempo abnegado para amar, 
pues nos enamoramos de nosotros mismos;
de lo fuertes, valientes y solidarios que fuimos.

Llegó la calma,

dudosa, misteriosa calma,
y con ella el entendimiento y la resignación,
era tiempo de salir y saber para que sirven los abrazos,
del dar la mano y avanzar, 
no habría otra opción,
y fue en ese lapso en el que supimos que es la desgracia la que 
saca lo mejor o lo peor del ser humano.
Conocimos la indiferencia de quienes ya sabemos,
pero eso no bastó para no soltarnos, 
hicimos un triángulo de vida con nuestros cuerpos,
y ante el olvido de los ilesos de arriba,
nosotros, los de abajo,
hicimos de las calles casas y de las colonias una familia, 
hicimos de los campos ciudades y de las ciudades mundos,
conocimos la hermandad, 
y, aunque nadie lo imaginaba,
en ese paraíso distinto, el niño escuchó al anciano, 
el ateo comprendió al cristiano, la mujer al hombre;
y el propio hombre se tendió la mano.

Sí, 
no somos los mismos desde aquella noche,
ni seremos,
pues nosotros, los que sobrevivimos, 
los que hoy miramos las estrellas en los ojos de nosotros,
los que ese día abrazamos el mundo para que dejara de moverse,
sabemos que hoy, este simple ahora, 
es el momento justo para entregar el corazón de un sólo gajo
y no esperar hasta un mañana, 
no sabemos todo aunque si lo necesario,
sabemos que la muerte es sólo un sueño, un estado,
y hasta una simple palabra,
nosotros, los otros, los uno,
aquí seguimos, aquí estamos,
manteniéndonos firmes y abrazados, 
y mientras nos levantamos,
miramos serenamente esa luz que logra escaparse de entre los escombros.

Y hacia ella vamos.

(Ciudad Ixtepec, Oaxaca. 30-Septiembre-2017)
(Al 7 septiembre que nos movió hasta el alma)

(El Istmo de Tehuantepec de pie, el Istmo vive)