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Carta número uno.

A la chica de quien me enamoré y nunca llegué a rozarle el amor:
Hoy he pensado en ti.

                    Llueve, y me gusta,
                   y recordé que a ti no.

Habías llegado,
dejando una tormenta a la espada,
gotas frías en medio de un verano,
y a mí me encanta la lluvia,
en la época que sea,
pero llegaste
y cerraste la puerta
y abriste heridas.

Estabamos tú y yo, a
solas,
y que comience el juego,
y a ver quién dice más mentiras,
y a ver quién se las cree más,
y
a ver
por la ventana
y
notar ausente todo
lo que no tenga que ver con ésta vez.

Esa vez, la última vez.

Había notado sin querer,
una mueca nueva,
un olor diferente,
un sabor distinto en los labios,
otra manera de mentir,
y desvestir.
Te había notado,
y seguías siendo tú
pero a mil días pasados de distancia.
Es así: eras tú, pero la que nunca conocí.

Y he creído por un momento,
—en ese momento—
que tal vez,
habías venido a quererme
otra vez
de nuevo
desde el principio,
sin un pasado nuestro,
destrozado y
compartido.

Y te besé la espalda
para que no te dieras cuenta
que era yo
y me quisieras
al menos
de mentira
ésa noche.

      A la chica de quien me enamoré y nunca
                                   llegué a rozarle el amor:
                                        Hoy he pensado en ti
                                   y he cerrado una herida.