Margarita García Alonso

Maldiciones junto al Báltico

Maldiciones, maldiciones delicadas en sordina

no ofenden más mis ojos, no apaciguan

memorias, de eso se trata, de estrujar

el escape a la nada.

 

Cuando estaba a punto

de perder el tren a Tcezw

apareció el papel donde había escrito

15h35 un billete y me sentí Gdansk

en la multitud disciplinada

hacía fila, sin mirar al de atrás,

la espalda descubierta a la sentencia,

la valija arrastrada, carcomida por

los bordes de un sintético tan semejante

a la piel de poros lustrados

que avergonzaban mis zapatos,

deshechos los lazos se enredan

con el pantalón que cae en la dejadez

de sentirme polonesa sin habla,

frente a un tren rojo oxidado

y madera de aquellos ancianos

tiempos de totalitarismo.

 

De un lugar a otro la lluvia fría,

bebo el sudor de no entender.

De Varsovia, a Cracovia enormes relojes

dan el tiempo en romanos verdes

por el chinchineo persistente.

 

Persiste el vestigio de maldecir

frente al enano de espada dorada

que cuida el arsenal,

la entrada al palomar desierto

-han engañado a las palomas

con el famoso cambio-

de slotis de slotis de slotis

trata la democracia.

 

Donde se suponía que tendría un mantel,

pan negro y ciruelas, la voz confiesa ser

de otro lado, del bando fanático.

 

Queda poco espacio vacío frente

a la chimenea polonesa de ladrillos

rojos poloneses hablan führer achtung

volver, volver a patón mucho después al hangar

que canta en ronco y ruidoso estribillo

la hora de partida hacia un pueblo

de altares encintados,

patio de cigüeñas, manzanares y hongos

recubiertos de excrementos

de gallinas ponedoras que

servirán a mi desayuno cada amanecer.

 

Son las diez, en el puerto un barco desaparece

tras las grúas metálicas donde el soldador

sacó el látigo de luz

y quemó la cerradura.

 

El desdentado del banco me paga

con un periódico de hace días

manchado de grasa.

 

Debo tener cara de papelera desde que observé

en la ventana de Schopenhauer

como el friso caía sobre los adoquines

y no había nadie para morir

de lo que no hago,

de lo que digo para mí al atardecer.

 

Las campanas y el vodka sobre asiento en madera,

la taberna bajo luz amanerada por un Chopin sostenido

que me eriza el vientre: si pudiera callarse

de una vez ese teclado, pensaría en Aans.

 

Quemaría el piano, asesinaría a la pianista rubia

que también sonríe con un diente de oro,

dedos largos recubiertos de sortijas de oro y

blusa en polietileno que huele a sudor de días.

Yo y el cansancio, atravesada por oscuros designios

recorro las joyerías hebreas, bebo té negro y

me detengo en la esquina,

he de comer si en la consigna me devuelven

el equipaje a tiempo,

en ese tren tengo mi plaza, un lugar semejante

a mi madre con sus números impares,

números de dados, de tarots, de no pasa nada,

diez slotis por lo mío, diez y ni uno más

devuélvame, por favor, el cuadernillo de recetas

medievales sobre el que reposé la taza

de café con leche, miré usted la marca,

el punto inicial fue mi cuarto encerrado y apestoso

a tabaco, mi tabaco a papelillos,

las sábanas tiradas, los pies sucios

del corredor a la cocina.

 

Quizás se petrifica la hora y el tren me espera,

devuélvame ese cuadernillo en español

que ya no es mi lengua, ni mi invasión, nada,

otro alimento que se va, desciende a intestinos

horadados cuando digo mierda,

mierda, mierda qué cansancio,

qué cansada de estar expropiada

y da igual, poco importa

esa palabra ya no tiene valor

ni traduzco cuando el tren parte

y me arrincono en la madera que cede

anunciando el crujido que sentiré,

sin dudas, otra vez,

                                   al final.