walter luis

Carta a mi hermano

 

 

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El sobre que me atrajo esta vez era muy viejo y simple; mi caligrafía era casi infantil. Sonreí. No recordaba haberme carteado con él en esa época - Con mirar nada se pierde -  me dije, y saqué la carta.

 

"Junio de 1951. Querido hermano: espero que estés acomodado en tu pensión y estudiando en la universidad. Como sabés, ya van casi cuatro meses que estoy en el ejército. No me va mal; lo importante es que hago poca instrucción porque me necesitan en la oficina del jefe de la unidad. Durante los primeros meses nos sacaron la bosta, a veces sin necesidad, sólo para la diversión de algunos suboficiales.

 

Te escribo desde nuestra casa, no conviene que ellos se enteren de mi forma de pensar y de las cosas que te cuento. Entonces, voy derecho al tema.

 

Pasados los primeros días de adaptación y después que los soldados de la clase anterior se fueron, comenzamos a trabajar en los diversos servicios, a hacer instrucción y guardias. Yo fui uno de los pocos privilegiados que tomaron para el trabajo; con eso me ahorraron muchas corridas.

 

Te cuento un pequeño incidente no simpático. El oficial jefe de la compañía organizó una biblioteca para los soldados y para ello pidió donación de libros. Yo, con espíritu constructivo doné lo mejor que tenía en mi colección particular, nada menos que las Obras Completas de Almafuerte. Estando yo presente, el tenientito le dijo a otro – este libro me lo llevo, porque los soldados se me van a rebelar – y lo guardó en su amplio bolsillo. Yo perdí mi mejor libro y también lo perdieron los soldados.

 

Al estar ocupado durante el día, me toman a veces para "reforzar la guardia", que es lo mismo que hacer ese trabajo en un día completo. Los otros soldados terminan temprano, y la guardia nocturna la hace quien ha hecho su trabajo durante el día. Ese servicio es desde las ocho de la noche hasta las seis de la mañana; dos plantones de cuatro horas y dos horas de descanso.

 

La primera vez llegamos al cuarto de guardia; el cabo de cuarto estaba esperando para que releváramos a  los que estuvieron todo el día. En el cuartito había una mesa, una sola silla y claro, el equipo de mate.

 

El cabo de cuarto era un sargento muy bueno y simpático. Nos recibió amablemente y nos dijo – pueden tomar asiento – buscamos sillas con la vista y nos sentamos sobre el piso, apoyados en la pared – los que fuman, que fumen; los que no, que escupan, pero bajito – y siguió fumando y tomando mate.

 

Para la primera guardia me condujeron a oscuras hacia los establos y me dejaron a cargo de dos caballos. Me metí en un rincón y me senté sobre la paja; a medio metro estaban parados los matungos, y aunque tenía miedo de que me pisaran me dormí; varias veces me despertaron dando patadas en el suelo. Por fin llegó el relevo.

 

Volví solo; como estaba oscuro y no conocía el camino me extravié, casi me caí a una acequia y a duras penas volví a la guardia. Me dieron un mate cocido bien caliente y dulce, y sentado contra la pared me dormí. En las próximas cuatro horas tuve que dar vueltas por el cuartel, mirando si alguien trataba de entrar por el alambrado.

 

Interesante fue la próxima vez, porque descubrí mis cualidades de equilibrista. Me dieron una carabina vieja sin balas y me mandaron a cuidar el portón, que en realidad es una simple tranquera. Mi misión era evitar de que "no" entrara el enemigo - así lo dijo el cabo - y especialmente, si llegaba el "jefe de día", oficial de alta jerarquía que recorre las unidades controlando las guardias; yo debía gritar fuerte: "Parte para el cabo e' cuarto", para que despertara y viniera a recibir al visitante.

 

La garita del centinela era tan pequeña que sólo una persona delgada podía entrar. Introduje la mitad de mi cuerpo, apoyé la culata de la carabina en el suelo, y dormí parado un buen rato. Puedo decirte que el famoso jefe no vino; seguramente siguió calentito bajo las frazadas.

 

En mi próximo servicio nocturno, si me hubieran descubierto, hubiera sido juzgado por un tribunal marcial. En nuestra cuadra duermen unos ochenta soldados; durante las horas de sueño hay turnos de "imaginarias" para cuidarlos y también al edificio e instalaciones. No hay mucho para hacer en esas horas, y para matar el aburrimiento algunos hacen diabluras. Por las mañanas se ven distintos cuadros; alguno buscando un borceguí, y otro desatando nudos en cordones o en mangas de camisa. Los pobres no saben qué hacer, porque tienen tres minutos para vestirse y pararse al pie de la cama. Yo, con nudos o sin nudos, no consigo vestirme en tres minutos.

 

En mi imaginaria no hice esas cosas porque ya no son originales; pensé en algo mejor. En mi armario había un frasquito con gotas para la nariz que no usaba por ser demasiado fuertes. Caminando por la extensa cuadra, vi a uno durmiendo con la boca hacia arriba; traje el frasco, llené un gotero y con rapidez lo vacié dentro de su nariz. Se sintió molesto y comenzó a moverse y a frotarse, pero no despertó; luego tiré las gotas a la basura y di por terminado mi servicio nocturno.

 

Eso es todo por hoy. Espero que los rumores de que van a mandar soldados a Korea no sea cierto. De todas maneras a mi no me necesitan.

Un gran abrazo hermano, hasta la próxima.

 

P.D. Después le pido al viejo que el lunes despache la carta."

 

De mi novela "Cartas que no envié"

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