Rafael Rec

EL POETA PASTOR

Orihuela es una palabra que no nos dice mucho a muchos, pero que para mí fue misterio y sueño cuando en segundo de secundaria la vi por primera vez. “En Orihuela su pueblo y el mío se me ha muerto como de rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería” era la dedicatoria de ELEGÍA un atronador poema que perturba por su dolor y su belleza; la oración de un hombre gritando su impotencia ante la muerte del amigo. Así que de ahí en adelante la poesía de Miguel Hernández acompañó mi juventud y entretuvo mis insomnios. Conocí su infancia llena de carencias, su amor por los libros, su avidez de conocimiento, su convicción republicana, su aprensión y su muerte. En Orihuela nace, y crece y va de los libros a las cabras con igual entusiasmo; la escuela le enseña a leer, el monte le sopla rimas que va escribiendo en sus cuadernos como una tarea obligatoria, pintando en ellos el paisaje de sus higueras y limoneros, de sus cerros y su río. La verdad de su poesía nace ahí en la Orihuela de su niñez.

La noche es su afición, y la luna, que la habita, es observada en todos sus tamaños. Ama las veredas y del oscuro jardín brotan rimas.

¡Ay! perdonadme un momento.

Voy echarle una pedrada a la “luná” que se ha ido

artera a un bancal de habas, y el huertano dueño de ellas

me está gritando desgracias.

 

Orihuela se asienta en la provincia de Alicante, al sureste de España, el río Segura la atraviesa y la convierte en la proveedora de frutas y hortalizas. Tiene además su pasado musulmán del que aún se conserva una muralla y cuatro torreones.

Por fin la vi, la anduve y la respiré. Llegué en tren y me perdí en ese dédalo de callejones del barrio de San Francisco La Calle Ancha, la Calle Angosta, La calle de Abajo y cuando vi la placa de La Calle de Arriba sentí la sangre latiendo a toda prisa y apreté el paso. Y ahí estaba “pintada no vacía: pintada está mi casa del color de las grandes pasiones y desgracias”.

Encalada, pequeña, con techo de teja, al pie de La Muela, una sierra pedregosa que corta de un tajo la planicie. En silencio recorrí recámaras, cocina y sala, el patio con su pozo. Los muros con fotografías que ya había visto en los libros, los roperos y las sillas de madera que han sobrevivido sus buenos cien años. En el traspatio aún se conservan los corrales donde dormían las cabras, “donde el rebaño se une ya sin casta”, y se alimentaban en los duros inviernos. Llego por fin al huerto y a la higuera “resplandeciente y ciega” que reclamaba, en su Elegía, la vuelta del compañero muerto, y repaso mentalmente volverás a mi huerto y a mi higuera:

por los altos andamios de las flores

pajareará tu alma colmenera

de angelicales ceras y labores

Volverás al arrullo de las rejas

de los enamorados labradores.


No recuerdo nada más, pero mi emoción llega a su cumbre y lloro.

Pregunto por cartas, manuscritos, primeras ediciones de libros. Nada hay, todos los documentos se conservan en Alicante, donde algún familiar los donó, o los vendió, no hay certeza al respecto.

Salgo de la casa envuelta en nubes, con mi espíritu en paz, agradecido de la lección de sencillez y belleza. Pasearé por el resto de la ciudad, visitaré sus iglesias, caminaré sus parques y gustaré su cocina, pero sin prisas ni exaltaciones. El objetivo de mi visita, lo acabo de cumplir. Lo demás, puede no existir. Orihuela es Miguel Hernández y Miguel Hernández es Orihuela.

Autora: Elvia Cristina Contreras Díaz                21 de junio de 2018