luisa leston celorio

LA CHURUMBELA Y EL CALÉ

 

 -¡Niña, niña! Espere chiquilla, que no le voy hacer daño.

La niña corría  con todas sus fuerzas, de cuando en cuando miraba hacia atrás y observó como  aquel hombre estaba llenando el bolso de piedras lo que quería decir que pretendía apedrearla y con la fuerza que debía de tener seguro que le alcanzaría porque era un hombre fuerte.  Estaba aterrorizada, ya apenas podía coger aire de tanto correr y el  corazón le  latía con tanta fuerza que le producía dolor en el pecho y garganta, tenía un tremendo flato en la cintura que le hacía doblarse.

Sí, que el gitano era un hombre fuerte, pero entrado en años, así que ella pensaba que había dejado de correr porque se cansaba, por esa razón al perderle de vista bajó un poco el ritmo porque sus piernas ya le fallaban  a la vez que ya apenas cogía aire; pero no podía parar porque podía alcanzarla de nuevo. Le quedaba poco para alcanzar el rellano de aquel empinado y empedrado camino por donde cada día  tenía que transitar hasta el pueblo cercano para llevarle la comida a su padre que trabaja en la zona portuaria.

Leticia tenía nueve años y pese a su edad estaba acostumbrada a transitar por aquel camino entre montes y arroyos. Ella sabía que al lado del riachuelo más cercano a la vía del tren casi siempre había aparcado un carromato de gitanos, siempre había ropas tendidas sobres los arbustos y cacerolas y platos sobre un cesto de mimbre a la vera de una fogata.  El único trato que tenían con ella era el saludos, siempre muy correctos; por esa razón ella no les temía miedo si bien sabía que siempre estaban de paso, casi nunca pasaban más de dos o tres días en el mismo lugar, así que se iban unos y a los pocos días legaba otra familia. En casa le habían dicho que era que los gitanos tenían prohibido estar en un lugar más de tres días.

Sabía que tenían mala fama, pero de su familia había oído que los pobres calés siempre cargaban con las culpas de los robos en los pueblo, que tenían mala reputación. Le daba pena porque la gente sabía perfectamente que si faltaba en una finca verduras o algún animalillo quienes eran los causantes, pero dejaban que los gitanos cargaran con la culpa. Las palizas que llevaban de las autoridades eran tremendas.

Su padre decía que se tenían que ir por cauda de una ley que algo decía de vagos y maleantes. No tenía muy claro lo  que significa aquello, lo que sí sabía que eran gentes muy alegres porque les oía cantar y tocar las palmas mientras las mujeres eran las que salían a pedir limosna o vender cestos, y en otras ocasiones a leer la buena aventura por las casas, siempre había alguna mujer que se dejaba engatusar con esas mañas, otras era por pasar el rato, por reírse un poso, entonces la gitana se daba cuenta y le” adivinaba” verdaderos disparates.

Jamás le había pasado nada negativo con estas personas. Lo cierto es que respeto sí les tenía porque desde muy pequeña escucha amenazas de algunos vecinos hacía sus hijos como que si se portaban mal se los llevaban los gitanos o los guardas civiles. Por esa razón ella sin tenerles miedo le pasaba con ellos como con los civiles que le infundían cierto reparo.

Leticia al fin pudo  respirar un poco más tranquila, había alcanzado la carretera que le conducía a casa y allí ya había viviendas habitadas por sus vecinos. Paró unos minutos y comprobó si el señor continuaba siguiéndole, no le vio por ningún lado así que pensó que ya no le seguía, moderó el paso e incluso hizo alguna parada para recuperase un poco, e intentar que se le quitase el flato que tanto le dolía. Cuando volvió a echar a caminar volvió a mirar hacia atrás, no porque pensara que él aun le seguía, fue algo inconsciente. Allí estaba, lejos de ella pero el hombre le seguía, en este caso con paso pausado. No la llamó ni nada le dijo, pese a estar más tranquila porque allí no le podía hacer nada volvió a echar a correr, cuanto más corría ella el hombre aceleraba más sus paso.

Al fin la pequeña llegó a casa. Su madre se asustó al verla tan alterada, apenas podía hablar, sólo quería cerrar la puerta de su casa que estaba situada al pie de la carretera. Era una casita de plata baja, solo le separaba de la calzada unos diez metros de patio, y como protección había un boje y una portillera de madera. Su madre trataba de tranquilizarla cuando escucho una voz al otro lado del postigo. Era un gitano, el hombre no intentó en ningún momento traspasar hacia el patio, estaba en la orilla de la carretera, con actitud muy respetuosa se quitó el sombrero y metió la mano en el bolso de la chaqueta de dónde sacó unas monedas a la vez que con la otro mano con la que sostenía el sombrero se quitaba el sudor de la frete. La madre observa a aquel hombre que extendía la mano hacia  ella a la vez que le decía:

-Jesú con la niña, pues como corre la zagala. Mire usted, este dinero es suyo, la pequeña lo iba  sembrando por el camino. Traté de advertirle, pero vera señora, no me extraña que la niña me cogiese miedo, sabe, soy gitano y ustedes los payos les mete miedo a los churumbeles con nosotros, y ¡por mi madre que  como en todos las familias habrá mala y buena gente!

Tenga, tenga señora, que nosotros somos gente honrada, el parné me lo gano con mis borricas y los cestos que hace mi señora, si no tengo para verdura nos comemos ortigas, pero dormimos tranquilos pese a que los del tricornio nos tienen ojeriza.

-La señora Martina cogió las monedas sin cesar de darle las gracias. Estaba ruborizada, aquel hombre era legal, honesto y no dijo ni una sola palabra que no fuese cierta. Buenas  y mala personas los hay  entre gitanos y payos. Intentó darle una gratificación al buen hombre, pero él se negó a cogerla. Se marchó mientras con mucho respeto se despedía con una sonrisa de satisfacción por su deber cumplido. Cuando ya había avanzado unos metros se volvió para advertir que el dinero iba cayendo de la cesta que llevaba la niña, con lo cual se supone que tiene el fondo roto y la cartera abierta.

Sin palabras se quedaron madre e hija, él pudo haber supuesto que en la cesta había más dinero y no  hizo lo posible por alcanzar a la pequeña, pues cuando se dio cuenta de que le tenía miedo dejó de correr y se dedicó a ir recogiendo las monedas iba sembrando.

 

El padre de Leticia tenía por costumbre cuando cobraba el jornal meterlo en la cesta donde le llevaba la comida para que su esposa pudiese hacer uso del en cuanto lo recibiese. Lo ponía en el fondo de la cesta que iba forrada con papeles, no se había dado cuenta de que el mimbre del fondo estaba un poco agujereado y por allí fue regando por el camino las monedas; así fue como de esa manera  cuando la pequeña Leticia paso al lado del carromato el señor gitano que  estaba al lado del camino cortando unas varas de mimbre  al dar la vuelta encontró una moneda en el suelo, unos pasos más allá otra, luego más, entonces vio como salían de la cesta de la niña, pero cuando él  le llamó  ella echo acorrer temerosa de sufrir daños.

Desde entonces ella y su familia dejaron de prejuzgar a las personas por razones de etnias, color o nacionalidad. Desde entonces les tenían tanto respeto como a todas las personas perseguidas por esas razones dado que si sentían robados no eran por esas gentes, sino por los dignos jefes y mandatarios; personas de traje y corbata, de misas y rosarios, de buenas familias y de grandes legados, por cultos de palabras correctas, de uniformes y togas, de sotanas y hábitos. Pero como bien había dicho el señor gitanos: en todas las familias de calés y payos hay de todo, bueno y malo.

Así era entre gentes sencillas y grandes potentados. Y si el ejemplo lo ponen los cultos y sabios, todos salen perdiendo o ganando porque con sus buenas o malas  actitudes  aprende el pueblo llano, entre ellos también los gitanos.

Luisa Lestón Celorio

7-7- 2015

Registrado. Tomo: Aprendizajes de la Vida