Julio Antonio B. De los Santos Peregrino

Aquellos tiempos

Reinaba la niebla en nuestros alrededores.

En las casas era venerado 

el oro que poseían los árboles.

Los perros bajo el cielo cubrían

sus soledades con el pelaje del otro

En el parque podíamos verles

ardiendo en mitad de la tundra.

 

Al empezar la monarquía del silencio

los hogares alistaban el festín nocturno.

El azúcar, las tazas y cucharas degustaban

las migajas yacientes en la intensa tertulia.

Ondas de calor disparan las bocas para encender

la brasa del horno que otorgaba alma y textura

al esplendoroso pan de nuestras vidas.

 

Lo que antes fue ya no era lo mismo:

arces relucían la desnudez del tiempo,

huertas atravesaban períodos de ayuno,

el viento barría los pétalos sobrevivientes

de la masacre que extinguió a los jardines

y un funesto barco redondo en el horizonte

como preludio del fin de aquellos días.

 

Llego el día en el que nos devolvieron todo.

Los arces flamearon otra vez sus cabellos

como lo hizo la bandera de mi patria,

las aves volvieron a sentarse en su trono,

la vid dio a luz a sus primeros hijos,

los perros estallaron por la furia acumulada

y las familias fueron fragmentados glaciares.

 

Poco después esos días regresaron a esparcir

las cenizas que restaban de su reinado.

Pero nunca le vimos llevarse

El espectro sembrado en sus huellas.

Y nosotros bajo nuestra condición de carne

seguimos avanzando sin nigún tipo de piedad

como la marea arrastra la arena de playa hacia el mar.