Alberto Escobar

Fue una dura jornada

 

 

 

 

Eran las nueve de la noche, hora de cerrar.
Me deshice del mandil que me abrazaba desde las seis
de la mañana para colgarlo en el perchero azul.

El pan que sobró lo reuní en el fondo de un gran saco
de esparto con destino a las casas de acogida, no eran
tiempos para derrochar ni una migaja.

Tras las tareas de rigor previas al cierre me decidí a echar
la persiana, no sin el inevitable estruendo que en más de una
ocasión me recriminaron los vecinos.
Subiendo la calle hacia la plaza de las Tres Gracias advertí una
presencia a mi espalda, fue tan solo una impresión.
Miré hacia atrás sin hallar porqués, seguí andando.

La zozobra me llevó en volandas hasta el quicio de mi portal,
el número nueve; metí la llave en la cerradura.
De repente una mano de hombre me detuvo, se me posó sobre
la mía justo en el momento de girarla, el susto fue monumental.

¡Antonio, despierta, que ha terminado la película, vámonos a casa!