Ringo Stax

DE UN NIÑO, DEL AMOR Y DE UNAS VIOLETAS

I.

 

Yo era aquel niño

que, como tantos otros,

lucía, sin remedio, rodillas desolladas

y desconchados codos.

Era mi piel una dulce corteza

que se deshacía en lágrimas.

Aunque amaba el viento,

nunca había soñado con volar con cometas,

ni siquiera anhelaba ser bombero o astronauta.

Mi hambre,

como el de tantos otros infantes,

estaba hecha de fútbol,

de un trozo de pan y un par de onzas

de chocolate La Cibeles.

Mis pecados, veniales.

Sin auténtica vocación,

mentiras blancas de primera comunión.

Más llegó el día

en que aquel niño quedo atrás,

acabó su vida 

como una broma adolescente,

una burla de pantalones largos 

e incipiente bigotillo.

 

 

II.

 

Amor, me ahoga la distancia

en un suplicio de venas agrietadas,

de boca seca, de fruncido ceño

y enojosa mirada.

Todo un dolor que me atraviesa

gangrenando de mí mismo la confianza.

Amor, me gustaría decirte

que el viento, felizmente, ha amainado en la costa,

volviéndose íntima brisa,

y que la dicha es siempre una hora incierta.

Sé que mis pies sobre la playa

no hacen estival arenal,

ni a él te aproximan,

y me retiro ahora como el agua,

cuando la marea baja,

a una soledad que es aposento

de candil en la calle y casa a oscuras.

 

 

III.

 

No cuenta el tiempo,

tan solo la esperanza de volver a verte

como quien aguarda el paso del cometa.

Es tan efímero este instante,

que en estos renglones se me escapa.

Quisiera imaginarte ave de paso,

del aire persiguiendo las corrientes,

cruzando aquí y allá los mares

como espejos adonde baja el sol

para romper el horizonte.

Por si no volviera a contemplar

tu ausente placidez entre mis brazos,

recuérdame como aquél que tuvo

el corazón temblando en mil banderas

ante el crepuscular oleaje de los vientos.

 

 

IV.

 

Mis esperanzas 

yacen enterradas a dos metros bajo

esta núbil tierra,

libres de la fatiga de los años.

Una tierra aún fértil que acoge la muerte

como una paradoja despiadada

de aquélla a quien el amor 

prendado y solícito quedó de su hermosura.

Recuerdo que, tal vez, era mayo

cuando las violetas de nuestro jardín

empezaron a amustiarse,

faltas de la dueña

que, con candorosa mano,

atenta y solícita las mimaba.

Rivales ayer de su belleza,

hoy, sobre su tumba, inseparables compañeras.

Mi corazón es, ahora, una violeta 

azotada por un viento de abandono,

anhelante de esas mismas manos.

 

 

\"La alcancía de la memoria\" (2013)