Esteban Mario Couceyro

Me encontraste...

Jugábamos al gallito ciego, esa tarde de estío habían venido un amigo y su hermana, los tres jugábamos yo vendado, debía buscarlos a ciegas por la casa.

 

Fue la primera vez que no veía, nunca pensé cómo un ciego sentiría su entorno

cómo caminar sin caer. Presentía un abismo en el paso próximo y mis brazos avanzaban por delante, adivinando la nada.

 

Podía escuchar…, sí sentía la risa de él que pasaba a mi costado…, su olor…, me dí cuenta.

 

Tenía una ventaja, conocía el lugar, mi mano izquierda tocó el marco de la puerta…, es el comedor…, siento la risa contenida de él, debe de estar detrás de la mesa, es inútil…, tropiezo con una silla, el maldito me pone obstáculos, lo dejaré, iré al pasillo dejándolo solo, para que se aburra.

 

En el pasillo, no quería abandonar la pared que tanteaba continuamente, me detuve a escuchar y sentí cautelosos pasos, la respiración contenida y ese aroma de dulces flores que delataban a ella, la hermana de mi amigo.

 

Detenido, en el pasillo bajé los brazos, sin pronunciar palabra no supe qué hacer..., sí sabía qué pasaba, que algo me detenía y paralizaba.

Perdí la noción del tiempo, sentí a pesar de mi ceguera, que una luz inundaba el pasillo.

 

Agudicé el oído y ella seguía ahí, casi ausente, inmóvil…, me asusté en principio y luego la razón me indicó que no quería delatar su presencia, por el juego.

 

Yo seguía inmóvil, galvanizado y mi corazón latía acelerado, mientras sentía cada vez más ese aroma a flores de niña.

Tan cerca estaba, que su respiración hacía cosquillas en mi rostro…, los aromas me embriagaban. Los labios…, los retraje en un intento de salvarlos de las cosquillas, mientras sentía sus manos en las mías y ella que decía, “me encontraste”.