Alberto Escobar

El taxista

 

 

 

 

Casi despuntaba el alba cuando salió de la fiesta.
Se decidió, no sin resignación, a poner punto y
final a uno de esos momentos que cualquier mor-
tal guardaría a buen seguro en el sanctasanctórum
de sus recuerdos.

Vio al fondo de la avenida que soportaba el local
una luz verde que se aproximaba, cuando hizo el
ademán de levantar la mano para detenerlo.
El taxista se apostó al otro lado de la calzada para
no suponer estorbo alguno al tráfico y esperó pacien-
te a que cruzara la calle para dar inicio a la nueva
carrera, en una noche que no estaba siendo de su
agrado en cuanto a lo pecuniario se refiere.
¡Por favor, a la avenida de San Francisco!
Sí señor, como disponga, respondió el servicial taxis-
ta al mismo tiempo que iniciaba la maniobra de incor-
poración al carril preferente.

Al poco tiempo empezó a nacerle un resquemor en su
estómago porque no reconocía el camino por el que le
llevaba, pero no se atrevía a hacérselo saber por faltar-
le en la garganta el impulso suficiente.
Después de veinte largos minutos se paró en otro local,
desconocido para él, y le pidió el importe que marcaba
el vetusto taxímetro.

Antes de pagar se atrevió a preguntar por qué le hacía
apearse en un lugar desconocido y distinto al indicado
por él.
El taxista dijo que debía bajarse y entrar en el local que
palpitaba, a pocos metros, al conjuro de un neón verde
brillante, porque iba a conocer al amor de su vida.

Y así lo hizo; no tuvo el valor de oponerse a su sino.