Margarita García Alonso

Poema del verano

 

Estoy tras las rejas en húmeda prisión./ Mi compañero triste, criado en cautiverio,/

es un águila joven que sacude sus alas/ y pica en mi ventana/ su sangrienta ración. Alexander Pushkin

 

Huyamos, echemos a volar -susurra Puskin

y como una niña absolutamente convencida

de que mi padre amaba más a su querida negra

que a mi madre envuelta en un delantal mugriento,

me elevaba entre nubes radioactivas

el aire fulminado de desechos.

 

Desde lo alto busco el San Juan,

las lanchitas blancas sobre el negro

fluir de remolinos,

la camisa de mi padre sirviendo de vela

a una mujer violada un amanecer de año nuevo.

 

Mi compañero triste levanta el brazo,

mueve los dedos sin que desaparezca

el pasado de hambrunas,

de barracas maquilladas con cal,

negrores de carbón en la cocina,

y el pequeño inodoro al fondo del patio

un cuadrado en madera,

pulido, oloroso a petróleo, a hojas de plátano.

 

Abandonada por instinto familiar,

vigilaba los orificios de la caseta.

 

La savia derramaba virtudes,

mutilaban las hojas cada amanecer

para hacer cataplasmas

que cubrieran mi raquítico pecho

del asma, de la angustia, del mal pernicioso

que me hacía diferente, en error de nacer.

 

Como un cuento se agranda el recuerdo

la casita, el pasillo, mis abuelos, las gallinas

en mi puesto de observadora

de ese mundo que no es el mío

o quizás sí, pero tan hueco

como la enfermedad mental,

la tara que me hace extranjera

de emociones turbias,

en visiones apocalípticas

nombrando a la perra

escondida en los baúles.

 

Historias que invento para trazar

el rumbo inseguro de barcos y

trenes humeantes hacia asilos

de hedor y pústulas.

 

Iahvé, en la montaña de huesos

hermana la dureza con la médula,

el bramido del cuerpo con la plaza

del que murió sin conocer la paz.

 

Visiones de casa, frases en yiddish,

visiones enquistadas en la matriz

envenenan mi nuca, la laringe,

la tripería con la vulgaridad

de no poseer dones para borrar

el mal en mis cercanos.

 

Visiones que hoy,

-cincuenta años pasados-

se sientan en la mecedora

y esperan la persecución del banquero,

la factura, el maullido de la gata,

la cazuela, el polvo acumulado

sobre muebles baratos.

 

En la cama desecha,

una y otra vez busco el ala, la cumbre,

el barranco junto al mar, salvo

el instinto de devorar el suelo,

yo que tengo pánico a las escaleras,

a los aviones, a la vida social.

 

A tal punto, confieso,

me quedan pocas

trazas de humanidad

-suis à force-

soy a fuerza el eco que escurre

y pesa la escasa saliva

en esta sequedad

contaminada de presagios.

 

Contar, salvar el poema

donde levito, sin que nadie diga nada,

o digan mucho de nada,

llenándome de apatías.

 

Volar Puskhin me ha sido prohibido

he buscado en la entraña

y el Hombre me devolvía

una y otra vez

me ataba al árbol, a la planta.

 

La ventolera sostenida,

apenas en equilibrio sobre un pie,

echo piedras en la falda

para quedar en cualquier parte.

 

Los pájaros no soportan perder

este instante

donde entrechoco dientes

me pongo cómoda

apenas un minuto de bienestar

en la suciedad de la ciudad.

del Cuaderno de la herborista, 2009