Milo T

Cazador de Jacarandás (cuento).

 

 

Sí, cazo jacarandás.

No crean que para ello deba valerme especialmente de redes, jaulas, boleadoras, ni mucho menos de armas de fuego de clase alguna. No, muy por el contrario, los atrapo con la mirada y los alojo en mi cabeza; así, en flor, hasta la próxima primavera.

Necesito de ellos. Madre alguna vez me dijo que su tonos violáceos, lilas, eran cromáticamente perfectos para teñir el telón de fondo de una vida bienaventurada. Yo tenía en aquel tiempo tan sólo diez años y, sin entender bien sus palabras, los quería solamente en mi mente, para conjurar los momentos en que llegara ella: la otra.

Pero hoy está aquí madre, entonces me quedo en casa. Puedo jugar a ser un compositor de canciones. Así, aparecerán los Beatles junto a los Iracundos y me porfiarán que la melodía de “¿Dónde va la gente?” puede emparentarse con la de A day in the life y la intro con Puerto Mont; yo me río y no les doy bolilla, firmo “Milo” abajo y les digo que la música es mía, que hace un tiempo ya, me enseñaron los acordes Liliana y Daniel y que además, a la noche, luego de mi clase de guitarra, cobraron vida estos versos:

¿Dónde va la gente?

¿Dónde los creyentes?

¿Dónde los que buscan un poco de paz?

¿Dónde los que por la vida, son sobrevivientes?

¿Dónde los que anhelan tener un lugar?

Eso es lo que hago, me doy cuenta que es el acto del tapiador de ventanas a la espera de un huracán.

A veces me canso de estos ejercicios: las narices hundidas en una colección de novelas gráficas que incluyen títulos tales como “El corsario negro”, “El último de los mohicanos” y “Viaje al centro de la tierra”; otra vez la guitarra y mi inconformismo para satisfacerme sólo con el placer de la ejecución de obras ajenas; antes que ello debo escribir las propias (pero, ¡¿por qué, por qué mi Dios, no dije ya que conocía el arte de los de Liverpool y a los uruguayos del “Borrón y cuenta nueva”?!). También, claro, podían cansarme las series de TV, incluidas las aventuras del Llanero solitario.

Cuando esto ocurre y porque me conozco, sé que debo colectar mayores fuerzas para dar la batalla (debí decir “las batallas”, dada la frecuencia en que tuvieron lugar los episodios que ya se revelarán); entonces acudo enseguida a la protección de Jacobo, el jacarandá emplazado en la plaza de la calle 30 y 9 de mi ciudad, Mercedes. Sí, en esa misma en la que en ocasiones junto a Richie nos subíamos a ese tobogán multituti que hasta tiene un caño para arrojarse desde una plataforma superior, cual bombero en emergencia. 

Ahora me hallo horizontal a los pies de Jacobo. La luna está con nosotros. Advierto que a su reflejo, mi amigo vegetal luce taciturno, más otoñal; sin embargo, el calendario marca septiembre.

Mis cavilaciones giran en derredor de distintos asuntos. Ese hospital platense que me liberó de un grave cuadro de meningitis a cambio de una sensibilidad que produce úlceras en mi intestino. Ah, como ello fue antes de cumplir el año de vida, sólo podía recordar los cuentos de toda esa conmoción familiar: tío Rubio y su automotor que se funde ante la emergencia de un bebé con peligro de muerte; padre estudiando y sin dormir en los pasillos del nosocomio, él quiere progresar en un trabajo donde el reconocimiento parece que sólo es para “los de arriba”, esos mismos que se hacen llamar “doctor”; y madre, madre se llevó la peor parte, le tocó bailar con la más fea (pienso esto último, me avergüenzo y me digo: ¿habrá que seguir con el proverbio misógino?). Las palabras sobran para decir lo que en realidad es indecible, ya que hablamos de una mujer que, apenas superada la crisis puerperal, se encuentra, así, de golpe, con la posibilidad cierta de que su creación, la criatura que, en ese golpe de magia que tiene la natura, se gestó en su cuerpo, pudiese morir.   

Los otros temas que me tenían bajo mis célebres estados de introspección eran…

- Permitime decirte que existen anaqueles de bibliotecas repletos de volúmenes donde, en sus lomos, pueden leerse nombres como Freud, Sartre, Foucault, etc.; pero ¿acaso descubrieron ellos qué es el alma humana? ¿lo hizo alguien? Te ahorro tiempo y esfuerzo mental: no hasta donde yo sé, ¡y mirá que soy de estirpe longeva! – gruñó finalmente el jacarandá.

Jacobo se había sincerado conmigo. Ahora sé por qué al resplandor del disco plateado, su fachada de madera parecía sin embargo transmitir la frialdad del metal. Es que junto a su válida confesión, su memoria trajo también la suerte corrida por muchos de sus congéneres. Se preguntaba si no estuvieron inútilmente forjadas con la piel de sus hermanos esas bibliotecas sobre las que alzó alguna vez su brazo Hitler para alcanzar cierto tomo de un filósofo alemán, un tal Nietzsche que hablaba de una especie de superhombre. Aquél jacarandá sabía que el tremendo escritor no pretendía sino derribar ciertas barreras morales a fin de expandir el pensamiento. Pero entonces surgía el problema de la incomprensión o la peligrosidad de generar una justificación doctrinaria a asesinos de bajo vuelo intelectual y ética aún más subterránea.

- ¿Por qué me salís con estos, vos? ¿Quizás porque aquí estoy, hablando solo bajo una planta? Claro, me conocés Jacobo, sabés de mis buceos metafísicos. Dejame decirte igual una cosa, che. No tenés razón. Ocurre que con el alma no puede decirse lo que sí se puede con cualquier órgano humano que elijas, incluidos el cerebro y el corazón. Es el ánima inaprehensible a definiciones, porque ni siquiera puede afirmarse con certeza en qué lugar del ser reside. Se sabe, sí, que lo que llamamos alma puede expandirse hasta límites aún no demarcados…

-  ….

El silencio de Jacobo interrumpió mi soliloquio. Podrá pensarse que es un imposible que el silencio pueda interrumpir algo, pero es que interpreté aquella ausencia de palabras como un alerta. Debía volver al hogar.

Ya estoy en mi habitación, primer piso. Ella me impresiona algo lúgubre, será que la persiana está más bien baja, seguro que si la levanto un poco podré entrever a mi vecina Olga, si es que me permiten tal cosa las arrugas de la vieja que se interponen entre mis retinas y su jeta. Pero su escorzo cada vez más apergaminado me trae más seguridad que repugnancia. Es cierto que parece más bien un batracio milenario, mas también es verdad que en tal rol se ha tragado millones de bichos que de otra forma hubieran venido a picar el picaporte de mi morada. ¡Cuántas veces la solidaria anciana repelía a vendedores ambulantes, catequistas pateadores de veredas, cobradores y riferos (rifero: dícese de aquel portador de contratos de azar, tumbador de timbres, perteneciente a la especie sapiens sapiens, sí, figura antropomórfica, aunque, detenidos en la sombra que al sol alargan su osamenta  y su bicicleta, bien podría confundirse con un centauro)! Lo hacía bajo el convenido argumento de “no, no, no, en esta casa…hay un muchacho estudiando…no debe molestársele, al que lee”. Entonces, ella miraba hacia arriba, enfrente, donde estaba yo detrás de la ventana, y me guiñaba el ojo. ¡Qué viejita divina! Por la tarde y más aún si mis padres se encontraban de viaje, no se olvidaría de este estudiante y aparecía con unos pastelitos de batata (“me gustan más que los de membrillo, Olguita”). Pastelitos de batata caseros, para amenizar mi faena: todavía debía averiguar por qué Marshall, presidente de la Corte norteamericana, denegó cierta pretensión a un sujeto de nombre Marbury, en 1803.  

En mi pieza escribo. Escribo carta a Paloma y escribo también las canciones de las que hablaba antes. Paloma es una muchachita de tan solo catorce años. Es hermosísima, baila a luz de luna, danza canciones de cuna. 

Un poco antes, en un baile organizado en la casaquinta de una piba amiga…

- Sí, bailo.

Claro, con Erasure y su Oh, l’amour!, ¿quién, no?, pero entonces, luego de mover convenientemente las extremidades bajas y superiores, escucho al parlante destilar: “Yo no pensaba, no pude imaginar, que bajo la luz de la luna, yo te amé”.

- Teneme este collar, no me lo pierdas, por lo que más quieras; me lo dejó mi abuela…no, no, materna. Isabel…sí, sí, González, pero más argentina que cualquiera de los que estamos acá, al ritmo de esos inglesitos tecno del I Love to hate you, te lo puedo asegurar. ¿Te conté que la familia de ella viene de la tribu del cacique Coliqueo?

 La tana Paloma y su enraizamiento generacional con las etnias nativas de este culo del mundo.  ¡Argentina, crisol de culturas!

-Te lo guardo, no te preocupes. – le dije ya algo excitado.

 La apreté contra mi pecho (salía esta media voz del bafle, “tu cuerpo contra mi cuerpo, se abrió como una flor”). La tana cruzó sus brazos sobre mis hombros. Tenía un vestido de lycra negro bien ceñido, no podía estar más radiante. Me confesó que me dio la bijou para hacerse de una excusa; si me perdía en el baile, podría acercárseme a reclamar lo que en depósito no oneroso yo custodiaba. No fue necesario, porque no nos separamos más. Al menos, hasta que al macanudo del DJ’s se le ocurrió que ya era tiempo que los cumbieros de la época nos hablaran de polleras amarillas, camisas coloradas, hijos de Cuca y otra poética lírica que mejor olvidar.

“Las nubes se despejan, el cielo que se aclara. Una paloma vuela y el amor que se levanta”.

Sí, otra vez en mi cuarto, tratando de escribir lo que siento. Compatibilizar el estudio con las energías que hay que ponerle al amor cuando se ha caído en un desconocido abismo pasional, se hace muy cuesta arriba. Es verdaderamente difícil, pero continúo…

“solsticio de enero, despierto te espero;

desnuda mi boca, de toda congruencia.

Murmullos tempranos, figuran tu ausencia;

el dios redentor, proclamó coherencia;

mas atado estoy, a esta locura;

en tu amor vida mía, me jugué la cordura…”

Justo cuando termino de redondear la “a” del último vocablo…

- “!#$!&%#####!@!”.

Bajo las escaleras, donde de frente me encuentro con el living comedor y a mi derecha está la cocina. ¿Quién habló de esa manera?, me pregunté.  Algo en el silencio de Jacobo me había prevenido. Pensé entonces que la alarma que implicaba la falta de continuidad en la evocación de esas situaciones que se habían representado vívidamente en mi memoria, no podía sino traducirse en un presagio oscuro. Más aún cuando observo que la imagen de Borges en la tele, habla de Stevenson, sí, el mismo autor que, literariamente, nos legara el tema de la dualidad humana, adelantándose, incluso, al mismísimo Freud y su desdoblamiento del Ello.

 Estoy, pues, asustado, temeroso de que esta primavera que me había llevado a alcanzar los jacarandás, los mismos que, no obstante su altivo porte, absorbían humilde y solidariamente los elementos tóxicos que se acumulaban en mi alma, pavoroso de que esta estación que inundaba mis sentidos con el perfume de esas majestuosas especies arbóreas, fuera al fin, frágil como el cristal.  

En la biblioteca, en el estante del medio, se hallaba ese ejemplar de bolsillo de “El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde”, que supo leer padre en su juventud. Se encontraba junto al que contenía las tragedias de Sófocles. Lo tomé y, ya en crisis, salí corriendo a la calle. Corrí y corrí, no dejé de hacerlo hasta que llegué a la plaza del jacarandá.  

- Tarde, Milo.

- ¿Me perdí de algo, Jacobo?

- Si encontrás bello cómo la paloma que anidaba hace unos minutos en mi octava rama superior, regurgitaba el alimento dentro del pico de su pichoncito, sí, te perdiste de algo…de mucho, en rigor. La vida, a veces, cabe toda en un solo momento, Milo. Nosotros debemos vivir, claro. Nos lo impone el aire que ingresa en nuestros pulmones; nos obliga a ello este sol que ahora, en un ensueño crepuscular, nos dice que tras la noche viene el día, que ya amanece en la avenida, y que aquí, en la Argentina, todavía hay una encina, ¡que transforma la tempestad en vida (y claridad)!  Milo, eso es verdadero. Pero también lo es que una vida puede justificarse en un instante. Uds. los humanos creen que deben lograr alcanzar al menos los ochenta años de vida. Al hacerlo, me parece, olvidan que en realidad esa es una meta hueca en sí misma. Me parece que lo que se debe buscar denodadamente es ese momento, “El Momento”, en el que el alma sabe que se encuentra surcando su destino, que no existe ni existió jamás sino para vivir esa actualidad, ese presente que inflama todo su ser de una inconmensurable felicidad. ¿Qué importa si ello ocurre en un tiempo más acá o más allá de la existencia? Para quien logre hacer realidad ese desafío, el de embarcarse en la aventura de lograr descubrir la alegría de vivir, la vida estará ya justificada. Con el resto del tiempo vital, podemos aprovechar a propagar nuestro milagroso hallazgo, para que se conozca, no porque los demás vayan a concurrir en nuestra propia dicha, sino a fin de promover ese inclaudicable batallar en procura de conocer, de saber, por qué, dónde, cómo, qué, me consuma como persona.

No pude hojear ya las páginas de mi libro. Si al fin y al cabo la savia de Jacobo, que chorreaba como nunca desde sus alturas, traía a mi intelección algo bastante más portentoso que las oraciones del novelista de La Isla del tesoro.  

La extraordinaria lección del jacarandá me había sin embargo sumido en un ámbito asfixiante de dudas e interrogantes. Porque yo era un muchachito que, en el albor de mi juventud, ya había bebido del elixir que invisibiliza la materia a los sentidos para que los mismos sólo comulguen en el altar de las ánimas. Ese brebaje, no era otro que el amor de Paloma, de la sangre itálica y aborigen a la vez, de esta criollita sabrosa.    

Mi perturbación era, pues, el hecho de haber dado con “El Momento” a una edad tan tierna. Salud mediante, quedarían largos segundos, minutos, horas, días, meses, años, lustros, décadas, para catequizar la doctrina de la búsqueda, el dogma del explorador instantáneo, ese mismo que anhela hacer asequible el instante justificativo, el que engloba la razón misma de la humanidad. Insisto, en mi caso era el amor de una jovencita, en el de otros, por ejemplo, un científico, podría ser el conocimiento cabal del objeto o materia que le quita el sueño.  Me preocupaba gravemente dicha circunstancia, porque ello me envestía con el ropaje de un profeta a merced de quién sabe qué leones hambrientos de un martirologio. 

Alguien o algo ya operaban en una dimensión sombría. Me preguntaba otra vez sobre esa voz que encerraba palabras, a veces ininteligibles, otras tantas de un tono más bien vejatorio. La duda, la pregunta, fue paulatinamente trastocándose en sospecha con vocación de certeza.

 Recordé la flor del jacarandá y de su esencia para colorar una vida dichosa. Por este consejo de madre, me había entregado un día a la caza de tal flora. Más jacarandás cazaba con mi mirada, más esencia acumularía para tonificar mi alegría. Mas en tal proyecto, descubrí un amor que no era el de madre. ¡Había desertado de la aldea! ¡Me había encantado con la idiosincrasia propia de otras comarcas! ¡¿Había al fin leído de las desventuras de Edipo y Yocasta, sin haber aprendido nada?! ¡Dios, otra vez, Dios! ¡Sí, de nuevo mi inconformismo! ¡El mismo que en otra oportunidad no me permitía yacer inmóvil a los efectos de las melodías de Lennon y compañía, pero esta vez indócil a las moralejas del dramaturgo griego!

Esa prematura enfermedad de la que ya diera cuenta había terminado de dividir lo que en principio es indivisible. En verdad, si lo pienso nuevamente, la fractura definitiva tiene que haber sucedido con esa suerte de traición traducida en dejar el nido, la aldea primaria. ¡Cuántas veces, llegado a mi casa, luego de mis encuentros con la Tana, debía atravesar largos pentagramas repletos de “!#$!&%#####!@!”, “!#$!&%#####!@!”, “!#$!&%#####!@!”, “!#$!&%#####!@!”! ¡Ah, esa música no era poesía, no! Era, sí, un reproche ¿O era el salvoconducto para dar rienda suelta a ella, la otra?

-¡¿Quién habla?! ¡¿Dónde estás?! ¡¿Quién sos?! – exclamé ya en estado de desesperación.    

Memoré entonces aquello de que “lo esencial es invisible a los ojos”; también eso de “ojos que no ven, corazón que no siente”. Ahora se me hacían cristalinas algunas cosas. La propia esencia de las flores de los jacarandás cazados, obraban como antídoto, me blindaban de la imagen desdoblada, de aquello que me sería atroz, tal vez un tiro de gracia a mi vulnerable control emocional. Tal vez la pócima de estos vegetales, mis benefactores, transformaban en formas espectrales aquello que en realidad era palpable, era visible, era observable, ¡era, sí, tangible! Tal vez, no quería ver lo que la realidad duramente imponía.

Madre me había revelado el secreto de los jacarandás. Como la vida se abre paso, ello a su vez me develó la significación de “El Momento”. Ese instante capital, fue la noche en que el collar de Paloma terminó en el bolsillo de mi saco, también culminó ese día lo que de infante yo aún tenía. Contemporáneamente, se profundizaron las acciones, hasta allí fantasmagóricas, de ese ente que yo llamaba la otra, la invisible, la que Madre acalló al tiempo propio en que silenció su dulce voz, esa misma que me decía en un cartelito que pegaba sobre un chocolatín que ubicaba sobre mi escritorio de tareas: “¿Te gusta este regalito? Un beso, Má.”

Cuando ello sucedió, descubrí fatalmente aquello que ningún jacarandá pudo ocultarme: Madre y ella, la otra, habitaban el mismo cuerpo.

La genética hace su trabajo. Jacobo y yo, también somos la misma persona.

 - La observé alucinado y me pregunté si yo debía vivir, si podría en adelante ser feliz; ¿no debía elegir el mismo camino de ella? En la vida se presentan a veces esas disyuntivas; son encrucijadas y hay que elegir. El natural impulso en procura de la vida y la felicidad pueden más...

- Ya cállate, Jacobo.  Conocés muy bien la opción que tomé: Elegí vivir.-