Apyarathos

Es culpa del café.

Sí, mira que debe ser culpa del café. La purpurea media luna bajo mis ojos delata la mala práctica de estos experimentos y respaldan mi teoría. Nada -ni nadie- más tendría algo que ver, ¿qué ojos podrían ser más efectivos para alejar el sueño y ponerlo junto al horizonte?     Digo, tu voz y manos diestras bien cumplirían hábilmente su función pero... No están.  

 No se ven, no se sienten.    

¿Podría ser posible tanto sueño sin ensueño de esa forma?

 Es más factible entonces creer que mi insomnio es a causa de esta pócima en taza sobre la mesa -esta, esta que está a mi lado-, que admitir que al cerrar mis ojos los tuyos aparecen cual libélula decidida a no dejarse comer por un ave -olvido mío- y revolotea sobre mi rostro, aunque claro, no estás aquí. No como mi taza.    

Venga, por supuesto que es culpa suya, ¿cómo podrían tus manos fantasmas mantenerme siempre en vigilia?

¿Cómo podrían tus labios ausentes arrancarme palabras -siempre mías- pero con otra voz?    

¿Cómo podría tu cuerpo calentarse -tanto, tanto- lo suficiente como para que el mío se funda y viaje, y exista, pero no igual?    

Dime tú, ¿cómo podría?    

Me rindo de nuevo. Sucumbo a la tentación de ver nuestras últimas letras cruzadas y mirar el vacío justo entre mis pulmones es un castigo recurrente dejado en manos de una perversa usuaria asidua al dolor.    

Dime ahora, ¿cómo no podría? Si tus manos fantasmas, y tu voz ausente, y tu cuerpo abrasivo me llaman al borde de la consciencia una noche más.    

Déjame escapar, déjame liberarme un momento de esta maldita profecía. Déjame darle el cargo a otra cosa, así puedo dormir y al fin soñar -y soñarte, pero no se lo digas a nadie más-, y descansar -e ir contigo-.  

Y sin embargo, aquí sigo.    

Sí, debe ser...  
No.    

Tiene que ser culpa del café.