Apyarathos

Cuando sonríe.

Es así. Cuando llega todo lo demás desaparece, nada más que adorarla importa. Mirarla es beber luego de pasar una eternidad sediento, es como aprender nuevamente a respirar. Y estar cerca es todo para lo que vivo, ella es todo para lo que vivo; deseo tanto saborear sus palabras, pues hasta su voz es embriagadora, pero parece un sacrilegio que mi boca pecadora toque la candidez de sus labios.

Y cuando está triste... Dulce Dios, es como si las lágrimas de los ángeles le besaran el rostro y su piel fuera iridiscente, y es aún más hermosa que cuando ella simplemente está, porque es real, en el dolor mejor puedo comprenderla; comparte un trozo de su alma conmigo y amo cada retazo que me regala, y debería pedir perdón por lo que diré, pero... Cruza en algunos momentos por mi cabeza el querer mantenerla así, porque en su fragilidad casi creo que soy quien puede protegerla. Con esta suerte, humana, puedo entonces alcanzarla.  

Pero luego sonríe, y mi corazón se aprieta, porque ya no es iridiscente sino luminosa. No necesita luz, pues ella misma lo es. Y me maldigo por haber considerado su tristeza mi oportunidad porque privarme de semejante espectáculo sería contemplar la vida tan deplorable, sin Sol y lluvia; como quitarle la Luna al cielo de agosto y sentirse satisfecho y, sin embargo, siempre miserable por ello. Y es que las lágrimas angélicas ya no la besan, el mismo Dios le aplaude y se da una palmada en el hombro a sí mismo... Porque nunca hubo en el mundo algo tan hermoso como ella cuando sonríe.