Am. S. D

El frío de las mañanas compartidas.

El ataúd que yace en las vastas palmas de mis manos, esconde la verdad de los acantilados negros que flotan en mi sangre.

 

Mientras la ceniza se funde con mi piel de ferviente cemento, 
la tormenta prevalece en la cordura de mis dedos cuando cerca te tienen. 
Se desconcierta
mi pulso que huye de la divinidad del rostro que causa mi muerte. 
Lejos. 
Quiere salvarme. 
Pero es tarde
ya no respiro. 

Agonizo en el momento
presente infinito. 
En la red diabólica que desnuda mis miedos, 
olvidando que las sombras serán robadas de nuestra noche.

Vuelve a ser tarde
El juez dorado ya se deja ver sutilmente entre las rendijas de una realidad sorda que se cuela en la soledad de las sábanas revueltas.
Que se retuercen. 
Que chirrían sus dientes. 
Por no poder tocar tu piel. 
Mi piel
Mi piel olvidada
De quemante penuria quieta, 
que no pertenece a mi propia alma ajena de un cuerpo distante. 
Que tampoco pertenece a la vida que encarcela fantasías de cristal en celdas de piedra. 
Ni a los ojos de las estrellas que nos observaban con sigilo detrás de la luna ciega.


No soy de la vida si quiera, 
aunque me enrredase en el océano de tu pelo dormido. 
No soy del frío de esa mañana
Pero si soy el frio,

De un recuerdo que nunca vivimos

En las mismas cuatro paredes.