Alejandrina

La piedra en mi jardín


¿De qué antigua omisión has llegado
para adornar de silencios mi jardín,
corazón tácito,
centinela férrea?
¿Qué entidad superior entonó
el himno de formación para tus átomos?

Te miro piedra amiga y con profanos dedos
recorro tu rostro de paciencia, de siglos congelados,
vellón de polvo cósmico girando estática,
más allá de los umbrales del tacto y la mirada.

Oigo el mar en tu vientre, cascabel de sal y arena.
Tu canto silencioso petrifica el aire
en un bosque de albero y de grava.
Oigo el trueno y el rayo en la explosión primera.
¡Aún habla el fuego primigenio!
Cuántas imágenes conserva tu memoria…
Cuántos huesos se han dormido sobre tu frente,
rosa de los vientos, brújula y almohada del errante.

En ti todas las piedras me hablan seductoras.
La furia implacable de los vientos 
ha moldeado tus mejillas de baluarte sumergido. 
Desnuda vas en tu vuelo de distancias, 
como este miedo que siento a correr sola, 
a despeñar mí sombra transitoria por tus labios.

Dime preciosa,
¿quién selló tu boca de granito
y escondió tu luz bajo el almud?
Yo reconozco en tu aliento las tildes de este barro;
en la mudez de tu espalda grita la rigidez de un báculo.

¡Ah, campana muda, alfarera de silencios,
déjame rozar la medula infinita
en tu pensativa otredad!
La edad te dio la calma 
y tu lámpara pétrea vela mis horas lentas.

Esta pobre alma que ha puesto sobre tu rostro
su sangre diminuta,
un día no lejano se hará materia inerte,
más tú, alhaja precisa y delicada,
flor exacta de un relámpago antiguo,
guardarás entre tus palmas redondas como un beso
este llanto que fui,
como una confesión de amor,
como un suspiro en cenizas y en brevedad de tiempo.

 

Alejandrina