andrea barbaranelli

De una borrasca nocturna en nuestra costa

El viento mete en la tarde

un duro brillo de vidrio.

El cielo se encorva y oscila,

flexible, como un columpio.

 

Ahora el mar es un pez enorme

de tinieblas y da con la cola

en la playa y el embarcadero,

un enorme pez prisionero.

 

El pez tiene en la boca el cabo

del sedal tendido del viento.

El sedal silba y parece

romperse a cada tirón.

 

Llegan los pescadores

a la orilla para sacar

el negro pez agonizante.

 

Por toda la noche lo arponan

mientras, enloquecido, forcejea.

Por toda la noche su voz

penetra dentro de las casas.

Las mujeres ponen lámparas

prendidas en las ventanas.

 

La voz del pez llega

a los rincones más repuestos,

formando húmedos enredos

de algas frígidas al toque.

 

La voz del pez depone

ventosas álgida de miedo

y un eco de borrasca

en la concha del oído.

 

Por toda la noche lo arponan

hasta que lo han desangrado.

El pez yace ahora tendido

en toda la elipse de la costa.

 

El esqueleto del pez

poco a poco se descubre.

El viento sopla entre los arcos

calcáreos de sus costillas.

 

El alba coge la tierra

en vilo, sin horizonte.

La tierra busca su confín

y oscila, como un columpio.

 

Niños llegan entonces

a recoger sus restos en la playa:

las pequeñas vértebras caudales

y la trompa de Eustaquio de su oído.