andrea barbaranelli

Geología

Cuando decidí bajar

a los vacuos laberintos

de mis emisferios cerebrales,

con frialdad doctoral

y profesional ironía

levanté el confortable

sudario de las meninges:

los dos emisferios, alarmados,

fingieron un sueño lunar

y proseguí tanteando

por un panorama de fósiles.

 

Obligado a avanzar al azar

como quién se perdió en el camino,

me dediqué a recoger

sendas muestras de minerales

y floraciones de cristal.

 

Geólogo aficionado,

clasificaba mis hallazgos

aplicándoles etiquetas

y guardándolos en estuches.

 

Los sueños eran piedras

corroídas por un agua antigua

y los deseos muy frágiles

excrecencias coralinas.

 

A cada molécula orgánica

se estaba sustituyendo,

con un proceso indoloro,

una molécula calcárea.

 

Y ya no temía la muerte:

la muerte se había cuajado

en un grumo cristalino

listo para el lapidario.

 

Desde entonces no le temo

ni a la vida ni a la muerte;

ya no temo más los cambios

ni la descomposición.

 

Sé que, después de esta, me espera

una vida mineral

y, por mucho que le tenga apego

a mi singular destino,

confieso que me siento atraído

por un destino planetario.