Extraño aquellos años, en que la única estación del año
por mi despreciada era el verano;
verano que mantienes el sol elevado, sin que nadie
huya de esos calurosos rayos que asfixian la vida misma.
A pesar de lo odioso que podías resultar, verano,
en mí siempre existía el consuelo del implacable paso del tiempo,
la certeza de que los minutos, las horas y los días pasarían
y las puertas del delicioso otoño se abrirían ante mis ojos,
los cuales quedaban extasiados ante tu belleza,
tus colores rojizos y marrones, propios
del atardecer más hermoso jamás visto.
Del mismo modo, mi adorado invierno caía,
dejándome el sabor de la gloria misma
y es que cada segundo de espera cobraba valor ante tu fría,
pero dulce llegada.
Las mañanas heladas, donde las personas salen tan arropadas
que no puedes distinguir donde termina la ropa
y empieza el cuerpo;
los regaños de mamá que aún resuenan en mi cabeza,
al ver mis zapatos cubiertos de barro
de tanto saltar en los charcos que se formaban en la acera,
charcos que para mí eran un pedazo de paraíso.
Pero el ciclo continúa, mi querido inverno me deja,
y se extiende la cálida primavera, devolviéndole el color a la vida,
encantando con su dulce aroma a miel y canela
provocando en la gente una actitud tan apacible y afable.
Sin embargo, ahora
dentro de mí el verano parece permanecer eterno,
consumiendo de a poco, arrebatándome el brillo de mis ojos,
el brillo de mi propia alma.
Desearía ahora, que este calor de verano
que me ofusca el alma me evaporara como a un charco de agua,
para poder elevarme hacia las nubes más altas
y en cada una de ellas dejar una parte de mí,
finalmente caería en miles de gotas transparentes y suaves
que puedan acariciar tus mejillas, deslizarse por tu respingada nariz,
entonces tu extenderías tu brazos con el rostro hacia el cielo
para cubrirte en el más tierno abrazo que jamás he dado.