Amaida Bueras

-EL COMIENZO-

Al día de hoy me pregunto  si le encontré o me encontró, si solo fuimos coincidencia, un pequeño destello entre nubes que chocaron y continuaron su paso. Aun me cuestiono si al llover el me recuerda, si los 18 de marzo mi voz sigue llamando a su puerta.

He de confesar que siempre he amado el cielo; a veces nublado, a veces soleado, pero justo en esos meses parecía haberle olvidado, pues transitaba vista abajo en el desierto confusión, donde el calor hace hervir el alma, la sed agota el sentido de buscar algún destino, pues cada paso agobia, la fatiga multiplica el peso de las malas decisiones y estropea las brújulas, logrando perder el norte, y el  subconsciente opta por quedarse en espejismos, que a pesar de ser falsos, proveen saciedad a la vista y el pensamiento.

Aun recuerdo aquel día, cuando una simple acción que hacía por obligación me hizo voltear la vista al incandescente sol, por primera vez y por un segundo, vi aquella mirada que brillaba mas que el mismo astro mayor, bajo un ceño fruncido, como queriendo retener las centellas posibles.

Sin ningún emocionalismo inicie aquel discurso que sabia de memoria, invariable y aburrido como la costumbre lo había construido, pero esta vez mi vista se centraba en un solo punto, en aquel que fijó la vista en mi por un segundo, y me hizo temblar hasta marcharse. El solo escuchó un par de minutos, tomó un folleto y se retiró, como cualquier extraño que buscaba proseguir con sus deberes y su ocio. Le observe hasta que su silueta pasó los arbustos y se perdió en el cumulo de gente. Busqué entre líneas vacías, un pretexto para retirarme e ir a encontrarle, solo para verle un segundo más.

La faena fue terriblemente lenta, claramente el tiempo para buscar el sol se agotó, pues el cielo comenzaba a teñirse de rojo y rosa. Mi reloj parecía estar congelado, igual que la silueta de su rostro en mi mente. Emprendí el camino a casa, mas animada que de costumbre, como si una energía dentro de mi hubiese hecho chispa. Pronto llegó la noche y la mañana se comió a la luna de un bocado, despertándome entre alarmas.   

Mis días siguientes fueron todos soleados, de esos donde te sientes con fuerzas de realizar cualquier idea. Después de una inesperada llamada, una decisión y un camión, el rumbo de mi vida cambio, o mas bien encontró un propósito a corto plazo. Casi se llegaba mi horario de comida, cuando el teléfono sonó, atendí, tan pronto escuché su voz mi alma saltó, haciéndome temblar justo como en aquel fatídico discurso, me limite a pedir su nombre, su datos y agendar la cita solicitada. Pensé en que tal vez mi dañada mente me estaba tendiendo una jugarreta, tal vez estaba aburrida y el sobresalto solo fue coincidencia, por lo que le resté toda  importancia.

El día de la cita llegó como cualquier otro, sin nada particularmente especial. Su nombre aparecía en el último horario disponible de mi lista, había sido una jornada larga y justo en medio de las ganas de querer irme, al borde de mis cinco minutos de tolerancia, los cuales me parecieron eternos, sorpresivamente apareció, siete días después de la primera vez que cruzamos miradas, verdaderamente reconocí su voz sin antes haberle escuchado, me sentí muy desconcertada, reconocí su andar oscilante en cuanto le vi perdido entre los pasillos; traía sudor en su frente, una gorra negra que cubría las ventanas de su alma, llevaba una playera con el logo del propósito por el cual estaba en mi ciudad, cargaba una mochila repleta de dificultades, desvelos, personas, felicidad, soledad, hambre y saciedad. Portaba unos zapatos que recorrieron suburbios que nunca he conocido y en su mano derecha empuñaba una cajetilla llena de hábitos, con olor a enojo, tristeza  y rencor.

Avance para que pudiese verme, me acerqué al lobby y mencione su nombre, respondió con un \"soy yo\", -te estaba esperando- le dije, volteó y me miro con ojos de asombro, prontamente se disculpó por el retraso, -sígueme- dije, y camine hacia el lugar donde justo después de ese día se convertiría en mi lugar favorito, por el hecho de que ahí podría verle 2 veces por semana, claro, si asistía o más bien si no desistía. El caminó detrás de mí, lo suficientemente cerca que podía escuchar sus pasos a destiempo de los míos y lo suficientemente lejos para hacerme sentir observada por completo. Abrí  la puerta de cristal del consultorio, le cedí el paso y el entró primero. Justamente así inició todo.